En la Argentina las librerías son algo más de 1.300 y constituyen el canal de venta predominante. Se dice que Buenos Aires es la capital con la mayor cantidad de ellas por habitante y posee una de las diez más bellas del mundo. Pero las hay en toda su extensa geografía, en la mayoría de los casos muy buenas.
Con ese número, se puede decir que constituyen un patrimonio cultural equiparable, cómo no, al Museo Nacional de Bellas Artes, por hacer una comparación.
Además de patrimonio, son agentes promotoras de la cultura y el libro, como bien las califica el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe, Cerlalc. Porque además de vender libros, orientan y asesoran a los lectores y promueven actividades de todo tipo. Es algo que distingue, sobre todo, a las que se califica como “independientes”, eufemismo para distinguirlas de las cadenas. Estas librerías son la mayoría, casi un 80% del total nacional, aunque pueden no serlo en su facturación.
Desde 2001 el país tiene una ley de precio único, llamada de Defensa de la Actividad Librera, inspirada en la francesa. También la poseen otras países y se redactaron para proteger a las librerías. ¿De quiénes?
Bien, primero hagamos este distingo. Toda librería posee clientes que son lectores y otros que son compradores. No es necesario aclarar quiénes son los primeros. Los segundos resultan aquellos eventuales adquirientes de un libro, impulsados por una novedad que no siempre proviene del mundo de la cultura, pero que se vende, en corto tiempo, mucho. Por ejemplo, libros editados por un éxito del fútbol, escritos por un influencer de la moda, la cocina o del mundo adolescente, por un/a político/a popular o en ascenso. A veces es un autor literario, religioso o de divulgación científica, aunque muy activo en las redes y presente en los medios.
Muchos libreros dicen que con los lectores sostienen todo o una parte de los gastos: alquiler, empleado/a, impuestos, servicios. Y que con esos éxitos y sus compradores hacen la diferencia.
Sin una ley de precio único, las plataformas físicas (supermercados, cadenas) u on-line podrán adquirir grandes volúmenes de las novedades de rápida venta y colocarlas a un precio más bajo que las librerías, posiblemente porque el editor se las venderá a mejor precio mayorista. Y a la larga, por lógico efecto, sacarán de la escena a las librerías.
Ya se puede sospechar lo que luego ocurrirá: una vez sin competidores, los precios volverán a subir. Eso, dicen, ocurrió con Amazon en Estados Unidos.
Hay un tercer mal efecto. Porque la desaparición de las librerías independientes será la pérdida del canal de venta para las editoriales pequeñas y medianas (pymes), sobre todo para aquellas que se sienten ignoradas o destratadas por las cadenas o que por el volumen de su producción y el tipo de lector al que se dirigen les viene mejor un puñado de librerías para mostrar su catálogo. En la Argentina, estas editoriales son unas 400.
Sin librerías ni editoriales de ese perfil, ocurrirá el cuarto mal efecto: la bibliodiversidad disminuirá. Ella no es menor en la Argentina, donde el 70% de las novedades anuales corresponde a las pymes.
Así como dimos los ejemplos contrapuestos de Francia y de Estados Unidos, puede darse el de varios países latinoamericanos donde esta bibliodiversidad es menor, siendo la causa la doble concentración editorial y del canal de venta… y la ausencia del precio único. No hay más que averiguar.
Por supuesto, la enorme mayoría del sector del libro -autores, editores, distribuidores, libreros- está en contra de la derogación de la ley. Pero hay quienes creen que esto los beneficiará. Seguramente será así en algunos casos. A otros, en cambio, les ocurrirá como al zorro que fue a comerse al mono y terminó comido por el tigre.
* Oche Califa es escritor, ex director de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires