A 40 años de su muerte, sigue faltando una edición de la obra completa de Walsh, una que reúna la diversidad de su escritura, tanto los textos que prueban su pasión por la literatura como los que datan su impulso a la acción.
Una edición semejante permitiría discernir con rigor cuánto hay de literatura en su vida y de vida en su literatura. O de instinto de muerte, como se le ha adjudicado. Porque la acción, compruebo, no solo lo pierde a Walsh: bloquea una comprensión totalizadora de su escritura, una acción de otra clase, obsesiva, pero no menos que su militancia. Walsh pone el mismo empeño en la palabra justa en sus cuentos de ficción «pura» -como si se pudiera hablar de una autonomía de la ficción- que en los documentos de crítica interna a la traidora cúpula montonera. Una metáfora muy de la época ahora: la puntería que exige la palabra justa. En ese afinar la puntería a Walsh también le va la vida. Lo que va de su elegía a un piloto bombardero del ’55 hasta su catilinaria final del ’77, la Carta abierta de un escritor a la junta militar, un trayecto de escritura que registra en simultaneidad el diseño de una obra y de una construcción del héroe.
En este periplo cuentan sus sucesivas tomas de conciencia, pero también una elección polémica: las armas. Lo admito: es tan fácil opinar desde acá. Pero por qué no correr el riesgo de una lectura de Walsh desde Walsh. O mejor dicho: Walsh contra Walsh. Un Walsh realista, comprendiendo las contradicciones del sujeto, contra un Walsh mitologizado a través de una parcialización desde un presunto imaginario colectivo. Leerlo descifrando, digo, contra las exaltaciones de la retórica folklórica de un setentismo melancólico. «