Puerto Argentino
A casi 35 años del conflicto militar que enfrentó a Argentina con Reino Unido, Sputnik Nóvosti viajó a las islas Malvinas (Falkland) para contar las historias de los veteranos argentinos que regresan a tratar de cerrar sus heridas.
El vuelo 993 de LAN, el 11 de marzo, desde la ciudad argentina de Río Gallegos con destino a Malvinas, vino cargado de hombres silenciosos.
Es fácil reconocer entre los pasajeros a aquellos que ya estuvieron aquí hace más de tres décadas en circunstancias muy distintas; en los rostros de los otros, los turistas, hay algo ausente: no lidian con recuerdos capaces de trastornar la fisiología de una expresión.
Aquí hay soldados que regresan al sitio de guerra para librar una batalla más en su búsqueda de paz.
«Malvinas es la razón de mi vida, volví a ver cómo está después de 35 años; es difícil explicar lo que me pasa, desde que llegué estoy muy tranquilo, siento paz interior, es una necesidad del alma reencontrarse con las cosas que pasaron; se ve bien la isla, está linda», dice a Sputnik en los primeros pasos de un viaje de reconciliación con su pasado Armando González, de 55 años.
A los 20 participó del conflicto en Malvinas como miembro del regimiento seis, una unidad de infantería de la localidad de Mercedes, provincia de Buenos Aires.
Llegaron el 12 de abril, fueron de los primeros en formar parte de la guarnición.
Esta vez no vino solo, lo acompaña Martín, su hijo de 36 años, quien admite que para su familia Malvinas es algo que causa «mucho dolor».
«Estoy muy orgulloso de mi padre; no es fácil superar todo lo que le pasó, ahora tengo más noción de las cosas que vivió, el conflicto se terminó pero su vida no, los obstáculos estuvieron siempre», explica.
Durante la caminata hacia uno de los sitios donde estuvo apostado durante el conflicto, Armando admite nunca haber imaginado que como soldado sería parte de la «última gran batalla de caballeros».
«Luego de este conflicto no hubo otro donde se enfrentaran dos naciones, ahora son estados contra grupos terroristas, eso es el que nos diferencia a nosotros del resto de los soldados de hoy», indica.
Durante el trayecto pasan automóviles con matrículas que indican pertenencia a las Falklands.
Muchas de las personas que viajan al interior miran con recelo, es evidente que estos caminantes alejados del circuito turístico isleño son argentinos.
Uno de los vehículos se detiene, un niño rubio baja la ventana del asiento trasero y con sonrisa cómplice extiende el brazo y agita una bandera «kelper».
Armando y su hijo continúan su marcha, inmutables; sus pasos los dirigen a una cita inamovible con el destino.
«No les guardo rencor a los militares argentinos ni a los británicos; si en algún momento renegué fue con mi propia fuerza, nunca quise dejar de pertenecer», indica con cierto fastidio.
González debió abandonar el Ejército argentino debido a las lesiones en su cuerpo causadas por el congelamiento y por laceraciones en los oídos ocasionadas por los estruendos de las explosiones.
«Pero como me dijo el médico que me atendió cuando estaba internado luego de Malvinas», continúa, «usted ya cumplió, no es digno que un soldado como usted tenga que sufrir, siéntase satisfecho».
Durante el recorrido, a Armando se le viene a la memoria un episodio emotivo ocurrido durante el vuelo desde Río Gallegos: allí, veteranos de ambos bandos olvidaron sus nacionalidades y se cruzaron en un abrazo entre sollozos.
«Ellos sufrieron la calamidad de la guerra igual que nosotros; el conflicto tuvo un vencedor pero ganó la derrota, todos sufrimos las mismas consecuencias; la suma de todo esto es que el conflicto bélico en cualquier parte del mundo no sirve para nada», afirma.
La guerra, que se inició con el desembarco de Argentina el 2 de abril, terminó el 14 de junio con la rendición.
En el conflicto murieron 649 soldados argentinos y 255 reconocidos por Londres.
Las islas fueron ocupadas en 1833 por el Reino Unido y desde entonces Argentina reclama su soberanía.
Durante la guerra, Armando jamás imaginó que llegaría a tener una familia, y hoy lo acompaña uno de sus hijos porque cree que la mejor forma de que entienda es que lo vea con sus propios ojos.
A medida que nos acercamos al sitio que quería que su hijo viera, Armando se suelta, comienza a hablar cada vez más: explica la guerra, explica cómo era ver esto con los ojos de un joven de 20.
De pronto alza los brazos y asegura que fue aquí, este fue el sitio donde debió haber muerto.
«Acá nos atacó un avión con una bomba y una descarga de metralla, yo no lo había visto; de pronto se cortó el ruido, el viento, todo, era un silencio total; le pregunto a mi soldado: «¿no te das cuenta que está pasando algo raro? No hay ruido, algo malo puede pasar», recuerda.
De inmediato sintieron un estruendo y fueron desplazados en el aire varios metros.
Al incorporarse, aturdidos, miraron para atrás, las esquirlas del misil habían arado la tierra entre medio de los cuerpos.
«Pasaron por al lado nuestro. Esa debería haber sido nuestra tumba», señala.
En el sitio donde se había elevado el hongo, unos pasos atrás, se abrió un cráter de siete metros de profundidad y 12 de radio.
«Cuando nos reincorporamos escuchamos gritos; los que estaban en los puestos aledaños no lo podían creer: nos habían visto morir y ahora nos veían levantarnos, festejaban como un gol; así vivíamos esta guerra», dice.
A unos metros Martín lo observaba, por fin pudo poner una imagen a los demonios con los que había visto a su padre luchar desde el momento que nació.
«No tengo palabras, ahora queda solo el silencio», añade.