En el archivo de la realidad argentina hay fotos que nos acompañarán siempre: bombardeo a la plaza de 1955, masacre de Trelew, la lucha de Madres y Abuelas, diciembre del 2001, entre miles. Habrá que sumar una más, que acaba de salir del tacho de revelado. La toma enfoca a un revólver a centímetros de la cabeza de la vicepresidenta de la Nación. Una imagen que ya recorrió el mundo y a nosotros (queda claro: no a todos) nos provocó el peor de los escalofríos.
Resulta que alguien, de dimensiones gigantescas, quedó a expensas de un alguien que gatilló vaya uno a saber si por decisión propia o por el mandato de otro alguien. La palabra magnicidio (atentado o muerte a una figura que ejerce el poder) explica la magnitud del hecho. Es uno de esos episodios que a los argentinos más comunes (en esa condición me siento; me resisto a volverme, de un minuto al otro, en experto en pistolas automáticas) nos reducen las explicaciones, nos agigantan las perplejidades y nos hacen caer en un estado de vacío, temor e indefensión.
Por milagro, la bala que permaneció en el cargador no fue el tiro del final. Sin embargo, la tocó a ella y a los «nosotros», a quienes hace unos días identificó una desdichada frase de López Murphy. Desde hace mucho se mantiene, como promesa la decisión de cuidar a la vicepresidenta, una contraseña de acción expresada en el cariñoso canto “Si la tocan a Cristina, ¡que quilombo se va a armar!”. Pero no fue suficiente. Ese instante en donde se terminaron todas las palabras, nos permitió comprender la verdadera dimensión del quilombo que venía si la hubieran tocado. Hay muchísimo por averiguar todavía. Ojalá podamos saber algo lo antes posible y no con los displicentes tiempos de la justicia argentina.
Lo cierto es que el intento de asesinar a la vicepresidenta deja crudamente expuestos a varios países. El que quedó consternado, desconsolado por lo que pasó y, en especial, imaginando lo que podría haber pasado, el que se movilizó para acompañar a Cristina y, de ese modo, acompañarse a si mismo. Otro país fue el que sospechó de la veracidad del atentado, el de las justificaciones ambiguas o altaneras, el de los hashtags chicaneros o el de las reacciones únicamente atadas a las elecciones del 2023. El que acompañó desde la corrección política o con tuits de ocasión. Un país que, cuando eligió el silencio, confirmó aquello que decían nuestros abuelos: el que calla, otorga.
Y entre esos dos países –el que se manifestó con lo mejor de su corazón y el que sin ser peronista, kirchnerista o cristinista entendió que era el momento de cuidar lo alcanzado- se hizo evidente un tercer modelo de país. El que siguió en lo suyo, como si el atentado hubiera ocurrido en Sri Lanka; el que acompañó desde la corrección política o con tuits de ocasión– estuvo el territorio de la indiferencia, un país al que nada es capaz de apartar de sus rutinas. Qué decir de los gobiernos de Mendoza y Jujuy con su decisión de ignorar el feriado nacional dispuesto por el presidente. En las redes se leen mensajes como el siguiente: «Lo que pasó fue terrible. Y lo peor es que vuelvo a Palermo, mi barrio, y parece un mundo aparte en el que nada pasó. Todo abierto, bares llenos, música, vecinos paseando a sus perritos. Así, lo que viene va a ser muy difícil».
Probablemente aún no sea el momento, pero cuando salgamos del shock y lo que se desacomodó retorne a los estantes de siempre, tendremos que seguir reflexionando acerca de la extrema gravedad de lo que pasó, de lo que podría haber ocurrido si el que empuñó el arma (¿sicario? ¿desequilibrado? ¿idiota útil?) concretaba su propósito. Lo que la histórica jornada del viernes dejó a la vista fue la firme decisión que miles expresaron en las calles de todo el país de defender todo lo conseguido en 39 años de democracia. «