Pese a haber perdido parte de sus atributos soberanos a expensas del capital financiero globalizado, el Estado Nación continúa siendo el agente más importante de las relaciones internacionales y el eje formal alrededor del cual se articula el sistema de poder a nivel planetario.
El sistema internacional no ha articulado todavía ningún poder soberano superior. Los propios tratados y convenciones internacionales y las resoluciones adoptadas por los organismos multilaterales no cuentan con potestad sancionatoria ni con una fuerza pública que obligue al cumplimiento de las mismas, como sí la tienen los Estados nacionales.
El valor de organismos y tratados es indicar estándares internacionales, tendencias, estrategias, pero no imponen obediencia estricta a los Estados como sí estos la pueden imponer al interior de su jurisdicción nacional.
Por eso, cuando en el curso de Relaciones Internacionales del Instituto Patria alguien preguntó hacia dónde van el Mercosur, Unasur y CELAC, mi respuesta fue que van hacia donde los gobiernos de los Estados miembros lo dispongan.
Estamos viviendo momentos de alta disputa geopolítica a nivel mundial. Se trata de una expresión estatal marcada por la competencia entre los EE.UU. por un lado y el eje China-Rusia por otro, que al mismo tiempo está cruzada por otra expresión, el litigio entre dos modelos de gobernanza a nivel global, el de los Estados por un lado y el de los grandes conglomerados financiero-petrolero-armamentista-mediático por el otro.
Estos últimos cuentan con un volumen de recursos varias veces superior a los recursos públicos acumulados por los Estados. Además, ostentan un liderazgo tecnológico en el rubro de investigación y desarrollo más potente que el de los institutos públicos estatales. Desde su lógica, que marca una tendencia expansiva en favor del capital y -pese a lo dicho- un repliegue de los Estados, ¿cuál sería la razón por la cual los grandes conglomerados deban subordinarse a los poderes públicos estatales?
La opción se da entre el modelo de gobierno de los pueblos a través de los Estados y el modelo ejercido por las grandes corporaciones. Baste un ejemplo para marcar la clara diferencia: la política de salud de un Estado es el pueblo sano, la de un laboratorio multinacional es convertir a las enfermedades en crónicas para poder vender.
Es así que en cada disposición de la Organización Mundial de Comercio, en los tratados de libre comercio bilaterales y multilaterales, en los protocolos de inversión, se pretende avanzar a pasos agigantados en la desregulación estatal, hasta el punto de que las controversias surgidas entre una empresa o grupos de empresas y los Estados sean dirimidas por tribunales privados más allá de las fronteras del Estado parte, y no por los tribunales estatales.
El objetivo es liberar de toda traba áreas tan sensibles como los servicios financieros, educativos e informáticos, la energía, las compras gubernamentales, las relaciones de trabajo, la protección ambiental, circunscribiendo el papel de los Estados a garantizar a estos grandes conglomerados dos seguridades: no poner en riesgo ni sus bienes físicos o tangibles, ni sus bienes intangibles o derechos de patentes y propiedad intelectual. Se obliga a los Estados a desprenderse de toda capacidad regulatoria y a limitarse a garantizar estas dos pretensiones de los grandes conglomerados. Ese es el modelo de gobernanza al que aspiran a escala planetaria.
Ninguno de los acontecimientos en su mayor parte absurdos desde el punto de vista del derecho clásico, ninguna de las extralimitaciones, de las restricciones de derechos personales, colectivos y sociales, de la enajenación y mutilación de la soberanía, que se están llevando a cabo en esta etapa de repliegue de las experiencias populares en América Latina, está descontextualizado de este marco general. Ninguna acción de los gobiernos de derecha de Michel Temer y de Mauricio Macri constituyen hechos aislados ni compartimientos estancos. Forman parte de toda una política de restauración de los intereses corporativos. Los mismos que, aunque trate de apoyarse en una retórica nacionalista, representa el gobierno de Donald Trump y su eje de acumulación que es el complejo militar industrial de su país.
El escarnio público, las acusaciones de corrupción desmesuradas y fuera de toda lógica, la difamación mediática, la persecución judicial y la proscripción electoral de los líderes populares de la región son parte de un entramado muy profundo que se complementa con las demás directivas de golpes blandos originadas por la agenda de Seguridad Nacional en consonancia con los intereses corporativos.
La preparación ideológica de empresarios, jueces y periodistas, la cooptación de ONGs y el control de los medios hegemónicos, persigue el objetivo de restar todo espíritu crítico y toda capacidad reflexiva de nuestras sociedades a la par que hacerlas odiar a la política y al Estado convirtiéndolos en sinónimo de corrupción. Para ello, hay que debilitar las capacidades estatales y como correlato disolver las experiencias de integración interestatal. Vaciarlos de contenido primero para finalmente disolver los organismos regionales, o bien convertirlos en instrumento de aquellos poderes fácticos.
Esta es la razón por la cual seis países con gobiernos neoliberales de la región acaban de decidir retirarse de la UNASUR.
Una UNASUR que fue pensada como polo de integración estratégico, de tal manera de defender a los gobiernos populares de los intentos de golpes y de ampliar los espacios democráticos, de fortalecer la autonomía financiera de la región y el poder estatal para administrar los recursos estratégicos, y preservar a nuestra región en un espacio de autonomía respecto de la contienda mundial, y en una zona de paz, a fin de no someterla a los intereses de los vendedores de armamento.
En este sentido, el retorno al cono de acción de la DEA, la autorización de bases militares y ejercicios conjuntos, la compra de armas y de material de seguridad altamente sofisticado usado por la CIA y por Israel, nos alejan peligrosamente de esa condición de paz.
Pese a todo, el ciclo histórico está abierto. Es cierto que atravesamos un momento de repliegue, pero subsiste una fortaleza en nuestros pueblos suficiente para abrir los intersticios y modificar la relación de fuerzas. Eso sí, una segunda etapa de gobiernos populares deberá profundizar todas aquellas líneas de trabajo culturales, políticas y fundamentalmente económico-financieras, respecto de las cuales en el primer tramo de este siglo los gobiernos populares quedamos a mitad de camino.