Conocí a Agustín Comotto a comienzo de los años ochenta, en el último año de la dictadura genocida en la Argentina. Teníamos catorce años, éramos dos adolescentes que no habían tenido infancia (por motivos distintos pero asemejables) y, obviamente nos atrajimos como dos imanes apenas vernos. Así comienza el prólogo que Daniel Feierstein, presidente de la Asociación Internacional sobre Genocidio – pero mucho más importante, compañero de banco en el colegio de Agustín entre 1982 y 1985- escribió para la gran novela gráfica de Comotto, 155 (Emecé), que narra la vida del anarquista ucraniano Simón Radowitzky, quien tras matar a Ramón Falcón pasó 22 años preso, dos en Buenos Aires y el resto en la cárcel de Ushuaia, la del Fin del Mundo, cumpliendo su condena.
El 1°de mayo de 1909 hubo un acto de obreros anarquistas en la Plaza del Congreso. Por ese entonces Ramón Falcón era el jefe de Policía de la Capital y ordenó una represión brutal que terminó con la vida de muchos de los obreros que reclamaban por sus derechos. Por ese entonces, Simón Radowitzky era un adolescente de 18 años que había llegado a la Argentina dos años antes, en 1907, y que pertenecía al movimiento anarquista. La represión que vivieron los obreros quedó grabada en su memoria justiciera.
El 14 de noviembre de 1909, tras fabricar una bomba casera, esperó a Falcón, que había ido al cementerio de la Recoleta por la muerte de un amigo, en la esquina de Callao y Quintana. Falcón encontró así la muerte y Radowitzky, la cárcel. La novela gráfica de Comotto tiene por título el número de recluso con el que fue identificado Simón en la prisión del sur del país que alguna vez fue definida como una cárcel dentro de otra cárcel y en la que los presos vivían en condiciones de rigor extremo. Hoy, con cierta actitud frívola que parece autorizar el tiempo transcurrido desde entonces, la cárcel se ha transformado en un obligado y hasta divertido recorrido turístico como si la rentabilidad del emprendimiento pudiera borrar de un plumazo el dolor vivido allí por los reclusos.
Comotto eligió ese escenario para comenzar su novela. La nieve, que Simón no ve pero siente mientras la policía le pega salvajemente pero casi sin dejar marcas, lo lleva con la memoria a otro paisaje nevado, el de su dura infancia en una pequeña aldea, cuando su amigo Dimitri, apenas un chico, confundido por las fuerzas del zar con un judío, fue asesinado en uno de los frecuentes pogromos de limpieza étnica. El dibujo narra a dúo con la palabra: el rojo de la sangre se destaca sobre las imágenes en blanco y negro. Y a partir de allí, los tiempos se mezclan alternando pasado y presente de la historia de Radowitzky.
El hecho de hacer una novela parece no haberle dado a Comotto licencia para alterar los hechos. En el final del libro consigna la gran cantidad de bibliografía consultada, las entrevistas realizadas, los materiales gráficos revisados y también mapas y referencias a los personajes históricos. Se encarga, además, de aclarar en qué casos tuvo que recurrir a su propia imaginación para completar un nombre o una información, ya que como anarquista condenado, Simón se cuidó muy bien de no dar a los carceleros información sobre sus compañeros y conocidos y de no dejar datos comprometedores.
A pesar de la múltiples fuentes, la novela gráfica está basada, sobre todo, en La vida por un ideal de Augustin Souchy, amigo personal de Simon en su etapa final en México. Un psicoanalista seguramente marcaría que, aunque escrito de otra manera por su origen, el amigo de Simón y el propio Comotto comparten el mismo nombre. En principio, sería Simón el que escribiría su propia biografía, tarea en la sería ayudado por Souchy, pero la muerte de Simón cambió los planes originales y fue Souchy el que debió encargarse del trabajo.
Feierstein aporta desde el prólogo algunos datos sobre la elaborada cocina de la novela: Este libro nos encuentra otra vez luego de treinta años. Agustín lo comentó conmigo y, desde sus primeras ideas, me fue enviando los bocetos. Íbamos imaginando cómo podía pensar o hablar un judío en la Rusia o la Argentina de comienzos de siglo, qué era un cuentenik o una memorah, cómo dibujar un hogar judío, cómo trazar un diálogo de un adolescente desencantado por la injusticia con su padre religioso, su vida con sus amigos revolucionarios en aquellas tierras frías habitadas por cosacos que, cada tanto, organizaban un pogromo para desquitarse con los más débiles y, cómo ello obligaba a los niños a transformarse rápidamente en adultos escamoteándoles su infancia.
Tal como lo cuenta Feirstein, también a Comotto y a él mismo, aunque por otras razones, les fue arrebatada la infancia. El autor de 155 es hijo de un militante político de los 70 que debió marchar al exilio. Desde muy chico, según se refiere en el prólogo, aprendió a mirar por el espejo retrovisor del auto de su padre para comprobar si algún vehículo los seguía. A los ocho años debió viajar sin ningún adulto que lo acompañara y con sus hermanos menores a cargo a su exilio en Madrird y esperar mucho tiempo sentado en el aeropuerto de Barajas que su padre pudiera pasar a buscarlo a la salida de una reunión política. Muy tempranamente supo, además, que su apellido era un secreto impronunciable, lo que lo obligó a ejercitarse en el silencio de su propia identidad. Por eso, según su amigo entrañable que prologó su novela, cuando ambos se encuentran en Barcelona o en Buenos Aires intentan recobrar esa infancia robada jugando los juegos que no pudieron jugar de chicos porque tenían otras prioridades.
El desafío de abordar una novela gráfica sobre Radowitzky que se planteó Comotto no es menor, ya que la vida de este personaje histórico singular ha sido tratada en los más diversos formatos y por distintos autores. Osvaldo Bayer, por citar sólo el ejemplo de quien escribió libros fundamentales y es un emblema cultural, participó como narrador del documental Simón, el hijo del pueblo, de Rolando Goldman y Julián Troksberg y colaboró también en la elaboración del guión. Además se dedicó a él en su libro Los anarquistas expropiadores. Al cumplirse 100 años del atentado a Falcón, Bayer escribió en un artículo que después de este hecho a Simón lo apresarán. Le iniciarán juicio y lo condenarán a muerte, aunque él siempre sostuvo que era menor de edad. Para esos menores de edad y para las mujeres no había pena de muerte. Lo demostrará con una partida de nacimiento llegada de Rusia y será condenado a prisión perpetua. Como no tuvo éxito una huida preparada por sus compañeros anarquistas fue trasladado a Ushuaia, la Siberia argentina, donde todo preso iba indefectiblemente a morir. Más todavía, que cuando llegaba el aniversario de su atentado contra Falcón, se lo condenaba a estar una semana en un calabozo al aire libre, sin calefacción. Por eso, bien documentado, Comotto se refiere en el principio de la novela a la heladera a la que era trasladado Simón periódicamente.
Pero el desafío mayor quizá no resida tanto en la investigación histórica como en el hecho de lograr un resultado original capaz de aportar una mirada nueva sobre una historia muy conocida. La forma, en este sentido, resultaba fundamental y Comotto encontró la adecuada. Los grises recrean para el lector (o más bien debería decirse lecto-espectador tratándose de un texto en que la imagen resulta fundamental) una atmósfera agobiante que cada tanto encuentra un climax en el rojo sangre. Si un acierto es remarcable en el libro de Comotto es que la imagen no acompaña ni ilustra un texto, sino que narra por sí misma desde sus propias posibilidades expresivas. Su potencia no tiene que ver sólo con la historia que refieren, con la alusión a un hecho violento o triste, sino con la manera en que el trazo y la sutil escala de los grises se adecuan a la narración.
Sin embargo, la idea de ser el dibujante de la historia no estuvo desde el principio, según lo refiere el propio autor. Había otra persona que se encargaría de eso pero, por razones que no se aclaran, su participación en el proyecto no se concretó y es allí donde el autor se plantea asumir él mismo la función que había delegado.
Es curiosa, aunque seguramente explicable, la forma en que un personaje del pasado histórico puede convertirse para alguien en una obsesión o en un amigo al que nunca se conoció personalmente. Radowitzky logró traspasar las fronteras para llegar hasta el presente y convertirse en la creativa obsesión de un hacedor de cómics.
En vida ya había logrado que su caso traspasara las fronteras del país donde estaba encarceladoo: ninguna causa por la libertad de un preso tuvo tal apoyo internacional, según lo refiere Comotto que buscó su huella también en el terrorífico penal del Sur. A punto de embarcar en avión desde Buenos a Ushuaia cuenta- pienso en las tres horas de retraso que sufrimos, el amontonamiento de turistas en el aeropuerto ( ). Pienso en el fastidio que siento en la espera y la ansiedad por realizar el vuelo hacia el final del continente para pasar una semana investigando. De pronto, surge la inevitable comparación: Simón Radowitzky viajó en el fondo de un barco de carga a vapor entre otros miserables, tragando el polvo de hulla y el humo que se filtraba desde la chimenea al exterior, soportando las cadenas y la barra de hierro fijada a sus pies. Pienso en los 25 días de vaivén en el mar a oscuras; el sudor, mezcla de adrenalina y mugre, y la espera miserable hasta llegar al presidio de Ushuaia. Simón Radowitzky pasó 21 años encerrado en una jaula. ¿Cuánto puede resistir un hombre por un ideal? ¿Qué hace que éste lo vuelva invencible? Simón Radowitzky fue una de esas raras anomalías que trascendió el mito para volver a ser, luego de la miseria, el horror y la ignominia, lo que quiso: un hombre común y corriente que luchó por la justicia. Ésta es su historia.