La ventana del departamento de planta baja quedaba justo en una esquina. La persiana antigua de hierro estaba abierta hacia ambos lados. Era imposible no escuchar. Una mujer lloraba. Era tan intensa la congoja que, cuando hablaba, entre sollozos, casi no tenía aire. “Duele mucho. Duele mucho no poder acercarse y decirle algo. Duele mucho”.
Entre las vivencias desgarradoras que la pandemia distribuye con su crueldad implacable está la imposibilidad de acompañar al familiar internado. Es habitual, sin pandemia, que cuando una persona está en terapia intensiva algún ser querido se quede cerca, en alguna salita próxima a la habitación, tirado en un sillón, si hay, para cada tanto acercarse a mirar cómo sigue el paciente.
Cuando nacen bebes prematuros, los pasillos que rodean a la sala en la que están las incubadoras se vuelven un hotel para las parejas de padres. Se arman amistades. Se comparte la evolución de cada bebe como si fuera una carrera de obstáculos que se van superando y el público festeja a todos los corredores.
El coronavirus trajo la vivencia gélida de la internación en soledad, entre tantos desgarros para el ser humano, que sólo existe, crece, aprende, se reproduce, si está con otros, si se toca con otros. El aislamiento necesario para mitigar la pandemia es contrario a las pulsiones más básicas.
Por todo esto es que se vuelve tan importante señalar el oportunismo criminal de Horacio Rodríguez Larreta. Su desacato a la Constitución Nacional para mantener las escuelas abiertas en medio de la crisis sanitaria colabora con la expansión de la enfermedad. No hay un solo país que haya logrado bajar los casos de COVID-19, con el nivel que tienen en el AMBA, sin cerrar las escuelas. No hay ninguno. Por eso el gobierno porteño no puede mostrar un ejemplo. ¿Acaso no lo saben?
Los supuestos genios del marketing político no se dieron cuenta de que el fallo de la justicia federal les había dado la oportunidad de salir de su mentira, que en las escuelas no hay contagios, y dejar que el costo por las clases virtuales lo pagara Alberto Fernández. Ahora juegan a la ruleta rusa, con un ojo en las encuestas y el otro en los hospitales porteños que han comenzado a colapsar. Es un hecho. Ya no es una amenaza.
El gobierno nacional y el bonaerense tendrían que incorporar en su discurso la comprensión por la angustia de miles de padres. Nadie se angustia porque no haya clases presenciales durante dos semanas. El tema es que los padres no creen que van a ser dos semanas. Y esto ocurre por la experiencia del año pasado, más allá de la manipulación mediática, siempre dispuesta a enloquecer a la población.
El presidente había dicho en 2020 que a ninguna persona le cambia la vida por recibirse un año más tarde. Es cierto. No deja de ser una mirada sólo desde la perspectiva adulta. Doce meses no son lo mismo para un estudiante de abogacía de 30 años que para un niño de tercer grado. El tiempo en sí mismo es más extenso en la infancia. El impacto psicológico y emocional es incomparable. No se trata de tender puentes con Larreta. Hay que tenderlos con los padres que tienen esa preocupación. La respuesta no puede ser una competencia del dolor, en la que se minimice esta demanda poniendo por delante que hay gente muriéndose. Eso no construye puentes, que es una vocación indiscutible del presidente.
Clases presenciales una vez por semana puede ser mejor que nada, cuando el contexto lo permita. Una semana virtual y otro presencial para garantizar cierto aislamiento. En Dinamarca, por ejemplo, son 15 días y 15 días, por el ciclo del virus. Por supuesto que con casi 30 mil casos diarios todo es imposible. Es para el mediano plazo, barajar opciones, volver a recibir a los padres, entender la preocupación y no minimizarla. Eso serviría para quebrar el trauma que quedó en muchas familias por lo ocurrido con las clases presenciales el año pasado. Esa memoria social es el combustible sobre el que se monta la estrategia oportunista-y criminal-de Larreta.
No es imposible dejarlo sin nafta.