Si finalmente se confirman los resultados de las primarias y el Frente de Todos se impone en las presidenciales del 27 de octubre, estaríamos ante un gobierno nacional peronista y de centro. Esto, como dice Emmanuel Álvarez Agis, sería algo inédito. Y, por tanto, nos siembra algunas dudas e incertidumbres. ¿Se puede ser presidente peronista, conduciendo una amplia coalición, y cultivar el centrismo?
El centrismo de un gobierno de Alberto Fernández se podría definir en tres planos: ideológico, cultural y metodológico. En la clasificación ideológica clásica, la del espectro izquierda-derecha, Alberto Fernández podría ser ubicado en algún punto medio entre el menemismo y el kirchnerismo-cristinismo. Así lo dijo él mismo en el debate del 13 de octubre: una política económica suya combinaría ortodoxia y heterodoxia.
En el plano de la cultura política suele decirse que en la Argentina la división dominante no es izquierda versus derecha sino peronismo versus antiperonismo. Y en este caso, Alberto Fernández también sería centrista. Porque en esa dicotomía entre peronistas y antiperonistas el centro consiste en tender un puente entre ambos lados, y eso es lo que Alberto viene haciendo. Se para en el campo peronista y desde allí convoca a los otros. Ese centrismo de Alberto Fernández contribuye a explicar la gran cantidad de votos que obtuvo el 11 de agosto, porque en nuestra democracia la única forma de lograr tamaños porcentajes es tendiendo puentes por encima de «la grieta».
La tercera dimensión centrista de Alberto Fernández, la metodológica, es la política del acuerdo. Su construcción política a lo largo de estos meses fue la ampliación de la coalición opositora, y desde entonces no ha dejado de buscar más y más aliados. La idea del Frente de Todos como una coalición antimacrista no pareciera ser la de su candidato presidencial. O, al menos, no se agota allí. Sumar alianzas luce como un método hacia la gobernabilidad futura. Una coalición amplia y diversa, que a su vez convoca a los competidores moderados (Lavagna, algunos radicales) y a aquellos «extrapartidarios» -una expresión en desuso- que gobiernan distritos -sean de Cambiemos o de los partidos provinciales- ya constituye algo muy parecido a lo que algunos llaman la unidad nacional. En 2020 y con el país en quiebra ya no hay abrazos entre «viejos adversarios»; la grieta, como toda misión imposible, se autodestruirá en 10 segundos.
La política del pacto social será el método y la trama. El enemigo, antes que el adversario, será la crisis y todas las desgracias que ella nos podría deparar. Lo que falta resolver es la táctica. Muchas presiones y demandas se lanzarán sobre él. Una fórmula podría ser la de Lula, su primer visitado internacional desde que inicia su campaña: un gabinete que asigna la gestión del estado social a dirigentes políticos de su amplia coalición, con diversidad y equilibrio, pero se reserva la última palabra en lo que hace al manejo tecnocrático de la economía. Y todo ello atravesado por la decisión de poner lo político en manos de políticos profesionales, y evitar los conflictos siempre que fuera necesario.
En este centrismo, el «vuelve la política» significará la vuelta de los políticos con experiencia. Cuando Alberto Fernández formó el Grupo Callao, hace no tanto tiempo, se enorgullecía de que sus integrantes fueran jóvenes pero con experiencia en la gestión pública a pesar de ello. Se cierra una etapa en la que provenir del riñón de la política pública era un disvalor; ahora será una precondición para ocupar toda posición de responsabilidad. Y esa idea, la de la experiencia, bien podría ser considerada como una estética de este centrismo en ciernes. El centrismo del justo medio. Ni Trump ni Maduro: ninguno de los dos sabe cómo gestionar un estado.
Por supuesto, este modelo de legitimidad política requiere resultados. O, en su defecto, un liderazgo muy característico. La política cree más que nunca en esto. Y sin embargo, los votantes están llenos de esperanzas. En la política del acuerdo la mayoría de los actores políticos asume el compromiso de bancar una gestión, y asume los costos de las decisiones difíciles que se puedan tomar en el camino. Nadie puede romper el acuerdo, porque deja descolocado a todo el resto. Y hay que conformar a muchos, para evitar lo anterior. Nadie dijo que acordar sea fácil: no por nada, en el mundo de hoy la mayoría de los políticos prefiere confrontar antes que acordar. Toda la confianza estará depositada en la habilidad de Alberto Fernández para acordar. Haber logrado ampliar el Frente de Todos mucho más allá de las márgenes del antiguo Frente de la Victoria será, para él, lo que fue Boca para Mauricio Macri. Mucha responsabilidad sobre solo dos hombros. «