Allá por mayo de 2012, durante la sesión en que se trató la expropiación del 51% de las acciones de YPF, el entonces diputado Fernando E. Solanas pronunció un discurso que le valió el reconocimiento de la mayor parte de la Cámara. Muchos diputados y diputadas, tanto del oficialismo como de la oposición, no tenían (ni, quizás, tendrán) memoria de una intervención semejante. Se acercaron a abrazarlo, a estrecharle la mano, a decirle: “¡grande Pino!”. No era para menos. La perfección formal de su exposición se asentaba en un conocimiento descomunal de la historia de la empresa, a lo que se sumaba una capacidad brillante para conceptualizar la trascendencia de la misma para el desarrollo nacional durante el siglo pasado.
Pino parecía venido de otro tiempo. Y era verdad. Venía de una Argentina muy golpeada, plagada de dictaduras y represión, pero que con el tiempo había alcanzado un nivel cultural revolucionario del cual él era la viva imagen. Así nos conectaba con nuestras mejores tradiciones políticas y de pensamiento crítico: con el primer radicalismo, con Mosconi y Savio, con Scalabrini Ortiz y con FORJA, con Perón, la resistencia y las generaciones que propiciaron su vuelta.
La suya era una ética nacional empeñada en actualizar algunos de los frutos más asombrosos que haya dado un pueblo subalterno como el nuestro en su historia. Pino podía conectar la campaña de San Martín y el Cruce de los Andes, a Belgrano o Güemes, con hitos más recientes como la creación de Gas del Estado, la nacionalización de los ferrocarriles, o las luchas ambientales de las últimas décadas. Cuestiones que en otra boca hubieran sonado a exageración, en la suya eran un incuestionable hecho de autoridad, una fuente en la que había que abrevar para romper con la cultura de la derrota, retomando los logros y las potencialidades que hemos alcanzado como pueblo.
La fuerza emancipadora de su obra cinematográfica documental, desde La hora de los hornos (1968), hasta El legado estratégico de Juan Perón (2016) y Viaje a los pueblos fumigados (2018), lo sitúa entre los grandes creadores latinoamericanos, con el añadido, no menor, de haber podido llevar al campo estrictamente político sus lúcidas intuiciones sobre los desafíos y amenazas que tenemos como país. Ni que hablar de lo que supuso haber plasmado el mensaje de Perón en dos obras de referencia que realizó con el recordado Octavio Gertino, La revolución justicialista y Actualización doctrinaria, ambas filmadas en Madrid y concluidas en 1971.
Pero hay más que eso. Podemos enunciar sus logros, sus premios, elogiar su obra y el impulso que le dio a la Ley de Cine en 1994, y a la creación del CINAIN en 1999. O enumerar las leyes que impulsó, algunas de las cuales son verdaderos tesoros de nuestra política parlamentaria. Sin embargo, lo que lo hacía distinto era su convencimiento, su pasión por esa “Argentina latente” que retrata en sus últimos documentales, pero que ya había proyectado con sutileza en su magistral obra de ficción, de El Exilio de Gardel (1985) a Sur (1988) El viaje (1992) o La nube (1998). Quizá haya sido ese despertar que nos regaló, esa conexión entre memoria y esperanza, lo que lo llevó a crear Proyecto Sur y poner en circulación grandes causas nacionales que antes no tenían representación política.
Todos sus pronósticos y críticas al modelo de saqueo y exclusión vienen siendo refrendados por la realidad. Su imperioso reclamo por un proyecto nacional que haga honor a las generaciones que nos precedieron, y a un futuro que ve el colapso ecológico cada vez más cerca, nos interpela hoy más que nunca. También su permanente llamado a la concordia, a la paz social, a la unidad nacional. Como él hubiera querido, honrar su memoria supondrá seguir en la lucha. Pino se nos fue, pero seguirá estando. Porque nuestro pueblo lo necesita.