Las ciencias sociales y humanidades nos enseñaron que modernidad y posmodernidad son dos estados culturales de la historia. La modernidad buscó superar, a todo ritmo de razón y lógicas seculares, un mundo de religiones y tradiciones precientíficas. Fue la época de ganar discusiones con argumentos racionales. Sopapear terraplanistas y pañuelos celestes con el respaldo de «la evidencia» es una actitud bien moderna. Confiar en que el electorado va a «evaluar con objetividad» las condiciones sociales y económicas nacionales actuales, y emitir su voto en función de programas y planes de gobierno, también.
La posmodernidad, en cambio, sería la inevitable búsqueda de dejar todo eso atrás. En el plano de lo discursivo, la actitud posmoderna es efectiva para mostrar que lo moderno «hace agua». Los grandes relatos modernos (libertad, igualdad, democracia, ciencia, solidaridad, etc.) son confrontados desde sus falencias. Prometieron y no cumplieron. La solución, obviamente, puede fluir hacia las más diversas direcciones y opciones políticas.
Como se ha escrito por ahí, cuando la estrategia cultural posmoderna hace su maridaje estético con la tecnología digital, se convierte en una letal aplanadora de todo «lo viejo» que se le ponga delante. Viejo vs. nuevo. Si la estrategia moderna descansa en la vieja organización partidaria y el viejo bolsillo racional, la posmoderna se basa en la contundencia de la nueva comunicación. El cambiemismo se abrazó, con la fuerza de los resultados, a esta segunda modalidad. La comunicación centralizada del macrismo insistió en la crítica de lo que buscaba dejar atrás para indicar –no explicar– lo que el macrismo era. Muestra ejemplos, imágenes y modelos de lo que se buscaba alcanzar, y deja que el público infiera que el camino hacia allá es el propio Macri. No pierde tiempo con argumentos racionales basados en la evidencia. La comunicación «duranbarbista» –para ponerle una etiqueta– desarma a su adversario, y se afirma a sí misma mostrando que la superación del pasado conduce necesariamente al futuro. Si ellos son el populismo corrupto nosotros somos la república transparente, si ellos son el colectivo naranja nosotros el voto electrónico, si ellos son la mugre nosotros la limpieza: si ellos son Venezuela, nosotros somos Invenezuela.
La superioridad de Juntos por el Cambio sobre el Frente de Todos se da en casi todos los planos de la estrategia posmoderna. En la campaña, la comunicación y el discurso. Cuenta con la maquinaria de la información clásica –prensa y TV–, las redes sociales, la negatividad de la noticia y el manejo de los públicos segmentados. Tiene discursos contundentes en distintos campos de la política pública, como la seguridad, las relaciones exteriores, la infraestructura o el crecimiento económico. Y lleva adelante una campaña basada en la investigación del electorado propio y ajeno. Juntos carece de elementos para una estrategia moderna pero juega con un DT bielsista que entiende de qué trata el partido –la batalla comunicacional– contra un Todos sin técnico ni arquero, con goleadores de otros mundiales descoordinados entre sí, que formulan declaraciones en base a sus opiniones personales, se burlan de «María Eugenia Virtual» o se ensañan con criaturas extintas como el «marketing político». Con el componente agregado de una porteñidad infrecuente en las elecciones presidenciales del justicialismo, que ni siquiera responde al espíritu de su propio votante.
Es cierto que si estas elecciones hubieran tenido lugar hace dos o tres décadas, cualquier candidato de la oposición hubiera ganado sin mayor esfuerzo. El gobierno de Macri termina sin cumplir sus promesas respecto de la pobreza y la inflación: pidió que lo evalúen en función de ellas, y ambas aumentaron. Es cierto, también, que no hay antecedentes de reelección en el contexto de un acuerdo marco con el FMI. Que implica, como dice Carlos Melconian, pollo con calabaza. Todo ello es cierto. Y sin embargo, Juntos y Todos compiten en una elección híperpolarizada, gracias al dúctil dominio que tiene Juntos del balón posmoderno. «