«Nadie preguntó si los judíos asesinados fueron, efectivamente, seis millones”. La frase pertenece al admirado Ezequiel Fernández Moores, en un artículo de hace unas horas, referido al Mundial ’78.
Ella aún imaginaba el día que encontraría a Guido: hace dos décadas, Estela de Carlotto relató una vez más su padecimiento y lo cerró con una sonrisa. Vindicaba, ante este cronista, que las Abuelas fueran mujeres alegres: “Se brinda, se festeja, se hace un homenaje a la vida (…) Sí, lloro mucho, pero enseguida busco mentalmente la compensación. Encontrar a un nieto es un milagro”. Su Guido, uno de los más de 500 nietos que buscan las Abuelas.
Hoy nos tapa la crisis y es una señal del espanto.
Tanto que salvo por Bregman en el debate y aislados rechazos posteriores (casi extemporáneos: es inaudito cuando la democracia cumple los 40) no estalló en un escándalo la afirmación de que no fueron 30 mil los compañeros detenidos desaparecidos, de que hubo una guerra, de la apología de la dictadura, de la reinstalación de los dos demonios, otra vez del “curro” de los derechos humanos. Una desquiciada catarata que se prolongó en la acusación de “montonera tirabombas” que puso “bombas en jardines de infantes” y su patética réplica (tras un amague de demanda por calumnias) de prometer “medidas para indemnizar a las víctimas militares y civiles”.
Se disputan la basura, la atrocidad, banalizan la muerte. Todo vale. Cuatro décadas de denodada lucha vital por la Memoria, la Verdad y la Justicia, para que quieran imponer semejante retroceso y, encima, que se apropien de consignas sagradas, con tal ligereza e impunidad como cuando se apropiaban de los bebés.
¿Cómo nos pasó Macri?
¿Cómo nos pasa Milei?
Tan bestial es ese mamarracho autopercibido libertario (pero no anarquista, claro) que dificulta el control para adjetivarlo. Producto berreta de la tv más vulgar, traspasa los límites sin pudor. Provocador serial, disimula falacias con violencia y una estudiada gestualidad de bufón. Un desconsuelo íntimo transita la convicción personal de que ese personaje ocupa el vacío dejado, por acción u omisión, por amplios sectores representativos de las mayorías populares. En algún momento llegará una imperiosa mea culpa de la dirigencia y la militancia, pero no sólo de ellos sino de millones de nosotros mismos.
Muchos a los que hoy nos une el espanto mucho más que el amor. Seguirá existiendo algo personal entre quienes sigamos bregando por la individualidad pero no por el individualismo. Los que creemos que la libertad es poder discernir, pensar, debatir, comer, trabajar, amar, todo con igualdad de posibilidades, y no atravesar al otro con una motosierra, incluso a los propios padres.
Los que creemos en un Estado enérgico, activo, regulatorio y no en la ley de la selva; en la redistribución de las riquezas y no en la meritocracia; en la justicia para todos y no adecuada a la medida de los poderosos; en la utopía, no en el conformismo; en la realidad concreta y no en promesas huecas; en el medio ambiente, no en los que se apropian de los ríos; en los que labran la riqueza con sus manos, no en el poder real. En la libertad de Milagro, no la de los genocidas. En las plazas desbordantes, pero no la impunidad de Insaurralde, tampoco la de Pepín.
Y que no se minimice el intento de magnicidio a CFK.
Nada del otro mundo si nos miramos en el espejo de un planeta que vira hacia un futuro que eriza la piel. Y aunque sean cuestiones que, seguro, no se profundizarán en el debate de esta noche, sería deseable que no pasen inadvertidos otros asuntos esenciales.
Uno, 30.000, seis millones. La juventud de los ’80 gritaba que «no hubo errores ni excesos». Hebe, polémica, valiente, entrañable, jamás clamó venganza y hasta en su último aliento, enseñó: «La única lucha que se pierde es la que se abandona». Que no nos quiten la alegría.
Ahora y siempre. «