Una ráfaga de viento agita las banderas. Los jóvenes cantan, improvisan un pogo, se empujan. Hay bombos con dibujos de las siglas de los sindicatos, de organizaciones sociales. Huele a chorizo, a bondiola. En las esquinas se arman pequeños grupos que dialogan, que debaten. Son imágenes que entre hoy y mañana poblarán las plazas, las calles. Era una necesidad contenida en el estómago durante más de 18 meses.
Una parte muy importante de las bases del Frente de Todos quería movilizarse este 17 de Octubre. La Casa Rosada se tomó demasiado tiempo para sumarse. Había, en apariencia, tres motivos para resistirse a la movilización masiva. Uno: choca con la estrategia electoral de “cercanía”, de mano a mano. Dos: el gobierno teme ser acusado de estimular reuniones multitudinarias. Y tres: el presidente parece no querer convocar a una jornada que tiene una significación emocional para el pueblo peronista, pero no para el resto de la sociedad. Por eso es que el texto que finalmente invita lo hace con un tono poco épico. Se parte de la base de que incentivar la marcha atenta contra la prédica de diálogo, consenso y unidad nacional. Se parte de la base de que la movilización divide, polariza.
El presidente Alberto Fernández suele decir que la política tiene “una dimensión ética”. Es cierto. Esa dimensión es la que impulsó a poner la salud por encima de la actividad económica desde marzo de 2020. Es probable que el tiempo reconozca esta decisión ética con mayor justicia. El juicio de la Historia pondrá más equilibrio en la balanza. El componente trágico del resultado de las PASO es que en parte esa ética explica la derrota del oficialismo. Porque hay que decirlo de modo crudo: para la mayoría de la población, la economía fue más importante que la salud.
La ecuación más compleja de aceptar es que los que tocaron los redoblantes de la muerte, atacando las medidas de cuidado, sintonizaron mejor con el sentir mayoritario que la ética que apostó a cuidar a esas mismas mayorías. Paradojas de la condición humana.
¿Qué hubiera pasado si las restricciones eran menos y había más actividad y probablemente más infectados y muertos? Nadie lo sabe. Quizás no hay escapatoria para quien le toca administrar una pandemia, que no permite dar buenas noticias hasta que se termina, como ocurre ahora.
Los políticos no pueden decir que el pueblo se equivoca. Tienen que buscar los votos. Pero por supuesto que las mayorías se equivocan, incluyendo a quien esto escribe. ¿Acaso con el paso de los años, cuando los brasileños miren hacia atrás, no van a poner la votación a Bolsonaro en el estante de los errores históricos colectivos?
En la primera vuelta de las elecciones generales de 2015, Daniel Scioli no logró superar el 40 por ciento. Macri se ubicó a solo dos puntos de distancia. El peronismo quedó –como ahora– en estado grogui. Se multiplicaron los consultores políticos.
Las bases del entonces Frente para la Victoria decidieron salir a la calle y hacer campaña en las esquinas, en los trenes, en los colectivos. Cristina, entonces presidenta, escribió un tuit: “Néstor nunca se rindió, nosotros tampoco”.
Ese clima de epopeya democrática influyó en que después el balotaje fuera casi empate. Lo que impulsó a miles a las calles en aquel momento, mientras la dirigencia no sabía para dónde agarrar, es lo mismo que ahora: es por amor y con una buena dosis de espanto. La derecha puede ganar esta elección y sumergir al país en una trabazón que acelere los tiempos electorales, antes de 2023. Y estando en la calle, quienes ven a la oscuridad acercarse nuevamente sienten que dan pelea.