En las últimas tres elecciones, Juntos por el Cambio sacó alrededor del 40 por ciento de los votos, más allá de cualquier contexto. En 2017, la mejor de todas las elecciones de coalición antiperonista, ganó en Provincia de Buenos Aires contra un peronismo dividido. Y obtuvo a nivel nacional cerca de 42 puntos. Dos años después, tras el cimbronazo de 17 de puntos abajo en las PASO, volvió a los 40 en la elección general en la que quedó sepultado el sueño de reelección de Mauricio Macri.
No fue cualquier elección la de 2019. La inflación estaba encima del 50 por ciento. Había al menos 5 millones de pobres más que a fines de 2015; los salarios y jubilaciones habían perdido con los precios, el país estaba hiperendeudado. Era (y es) como una persona flotando en el mar con el agua hasta el cuello y una bola de hierro atada al tobillo con una cadena.
En ese contexto, Macri logró de nuevo arañar los 40 puntos. Lo hizo tras haber retado a la población por su voto en las primarias y haber permitido una nueva devaluación para mostrarle a la sociedad lo que le iba a ocurrir si no optaban por él. En un manual para principiantes de estrategia electoral, eso hubiera figurado como un error garrafal. Y lo fue.
¿Qué pasó entonces? Marcos Peña ideó la “epopeya” de 30 ciudades en 30 días. Es importante recordar la forma en que comenzaba cada acto en esa recorrida. Hernán Lombardi era una especie de Rafa Di Zeo, con unos kilos de más y calvo. Agitaba a los manifestantes con el hit antiperonista del momento: “Mauricio la da vuelta”.
Luego comenzaba el acto. Macri, en todas las ocasiones, iniciaba su intervención, con una risa sarcástica dibujada en la cara, diciendo: “¿Dónde están los micros, no los veo, dónde están?”. Prejuicio puro. Nada de avenida del medio y guiños al que piensa distinto. Era la expresión de la base del sentimiento antiperonista. Esa extraña mezcla en la que las posiciones ideológicas se funden con el racismo, con la idea de superioridad, y generan un líquido parecido al hierro fundido en el que no hay manera de discriminar entre todas las pulsiones.
La identidad política también se construye desde la polarización con el bloque adversario. No se trata de transformar eso en dogma. No implica rechazar el pluralismo ni la convivencia ni el diálogo, pero sí reconocer ese elemento identitario.
En las PASO de septiembre pasado, el antiperonismo otra vez logró mantenerse en 40 puntos. Puede arriesgarse, con chances de pifiar, que es una identidad que está en este momento más hilvanada que la peronista. El voto a Macri en 2019 fue identitario. No tuvo nada que ver con la gestión de Cambiemos. Es posible sostener que fue por rechazo al peronismo, a Cristina, a lo que fuere, porque las identidades también se construyen desde el rechazo a otra cosa.
Quedan muy pocos días para que el peronismo intente reconstruir su piso electoral. Ese voto por la camiseta, en parte motorizado en contra de algo peor, el macrismo, que entre otras cosas se burla de quienes toman un micro para ir a un acto.
Por supuesto que cuando la disputa es por superar los 50 puntos, el discurso se corre más al centro y se suaviza. La pandemia ubicó al Frente de Todos en una disyuntiva en la que esa apuesta es demasiado lejana. Con reconstruir el piso electoral peronista alcanza para emparejar la contienda. Y después de 18 meses de pandemia, una elección pareja podría tener cierto aroma a victoria. «