El proyecto de reforma judicial generó rechazo, dudas y escepticismo en la corporación judicial. La respuesta, todavía sorda, era previsible en algunos estamentos conservadores. Pero también hay, cuanto menos, decepción en otros sectores que tienen una mirada crítica sobre el funcionamiento actual del Poder Judicial y coinciden en que es necesario reformularlo.
El gobierno no tiene hoy diálogo con la Corte Suprema de Justicia. La presencia de la vicepresidenta del tribunal, Elena Highton de Nolasco, en el acto de anuncio del proyecto fue una decisión personal. No se trató ni siquiera de una acotada representación institucional. Las ausencias de otros jueces en la Casa Rosada, explicadas en que al menos dos de ellos estaban en Santa Fe, no alcanzaron siquiera la estatura de excusas. El jurista Enrique Bacigalupo, a quien Alberto Fernández ensalzó y agradeció su participación en la Comisión que lo asesorará sobre qué hacer con el máximo tribunal, estaba geográficamente mucho más lejos y, sin embargo, marcó presencia a través de la plataforma informática Zoom.
La Corte siente una suerte de defraudación por parte de Alberto Fernández. Con cierto desdén bautizó al cuerpo de expertos convocados por decreto como “comisión de amigos” y se queja de haberse enterado por los medios de su conformación y existencia.
En el hoy despoblado cuarto piso del Palacio de Tribunales recuerdan que Alberto Fernández les había prometido que había dos cuestiones poco menos que intocables: la Corte Suprema y la Constitución. Tras los anuncios, algunos sectores (más vinculados con el mundo académico que con los jueces) empiezan a avizorar que en algún momento también podría haber un intento de reforma constitucional. Parece el agite de una sábana a modo de fantasma.
Los sectores progresistas del Poder Judicial también tienen una mirada escéptica de la reforma. Hasta el presidente del Consejo de la Magistratura, Alberto Lugones, quien apoya el proyecto, reconoce que hay aspectos que no terminan de cerrar. La agrupación Justicia Legítima, que desde su creación pregona la necesidad de cambios democráticos en los tribunales, también decidió tomarse un tiempo antes de emitir un pronunciamiento.
Los fiscales, convocados a ser protagonistas con la implementación del sistema acusatorio (investigarán ellos y ya no los jueces, que sólo controlarán el proceso) también muestran reservas. Por un lado, sostienen que la implementación de la nueva forma de trabajo llevará mucho tiempo. “Al desbalance que ya existía en estructura, edificios y personal, entre jueces y Ministerio Público, se le suma ahora la necesidad de completar las fiscalías para 46 juzgados sólo en primera instancia. En promedio, cada concurso para fiscal demora unos seis años. ¿Cómo se va a poner en marcha el acusatorio?”.
“Si la intención es que investiguen los fiscales, entonces no hacen falta más jueces sino más fiscales. Con el proyecto, no sólo no habrá en lo inmediato más fiscales, sino que habrá más juzgados, muchos de ellos ocupados por secretarios que, en los hechos, funcionarán como jueces”. La reflexión de una fiscal de primera instancia es compartida por muchos de sus pares.
Hay otra pregunta de difícil respuesta: ¿46 jueces federales para controlar el procedimiento, sobre una población de poco más de tres millones de habitantes?
Con el sistema acusatorio los fiscales saldrán al terreno con las mismas exiguas herramientas con las que cuentan hoy: fuerzas de seguridad que están mucho más ocupadas en prevenir y combatir el delito que en investigarlo. El proyecto no contempla la creación de una Policía Judicial, una suerte de FBI criollo. “Eso, que es necesario con el sistema aún vigente, lo será mucho más si se aprueba la reforma”.
¿Y económicamente? No hay cálculos oficiales, pero un fiscal federal y un juez federal de la provincia de Buenos Aires ya hicieron algunas cuentas y el resultado da que la implementación de la reforma costará, a dinero de hoy, entre 1500 y 2000 millones de pesos.
En los tribunales inferiores, los más decepcionados son los jueces penales ordinarios de la Capital Federal: nadie sabe qué pasará con ellos en el mediano plazo. Porque en el corto, el proyecto parece haberles puesto una zanahoria por delante: 23 de ellos serán probablemente subrogantes del nuevo Fuero Penal Federal de la Capital Federal. Varios ya pasaron por Comodoro Py en otros roles y no les disgusta la idea del regreso, en otras condiciones, claro está.
La decisión de esas subrogancias tendrá tres patas: el Consejo de la Magistratura, el Senado de la Nación y la Cámara de Casación Porteña, donde se perfila como una fuente de consulta y decisión el juez Daniel Morín. Hosco y frecuentemente malhumorado, pero insospechado de corrupción y conocedor del derecho, según lo califican aun los que no tienen buena relación con él.
El proyecto completa la transferencia de Competencia de la Justicia Nacional a la Justicia de la Ciudad. Los homicidios, por ejemplo, los investigarán los jueces penales, contravencionales y de faltas de la Capital Federal. Las causas que ya están en trámite ante los tribunales de la calle Talcahuano seguirán allí hasta concluir, pero no ingresarán nuevos expedientes.
¿Qué pasará con esos magistrados cuando las causas se agoten? El Consejo de la Magistratura abrió hace unos días la revisión de los traslados de jueces por decreto que produjo, con evidente intencionalidad política, el gobierno de Cambiemos. De modo que los jueces no podrán ser “trasladados” a la Capital Federal. Pero sus cargos son vitalicios y no pueden ser removidos si no es por juicio político. Entonces habrá jueces, muchos jueces, de un fuero que inevitablemente desaparecerá con el paso del tiempo.
Nada hay previsto para ellos.