Corría el anochecer del 2 de febrero cuando comenzó a difundirse por TV el siguiente mensaje: “Quienes compraron droga en las últimas 24 horas deben descartarla”. Puesto que tales palabras eran atribuidas al ministro bonaerense Sergio Berni, muchos televidentes pensaron que se trataba de una humorada. Pero tal creencia mutó súbitamente hacia el estupor al trascender la muerte (en ese momento) de 17 consumidores de cocaína adulterada.
Eso bastó para que comunicadores, expertos en el asunto, opinólogos de toda laya y hasta taxistas se hicieran un festín al respecto. Y no sin considerar al territorio argentino como una “zona liberada”, un bastión internacional del negocio. El “flagelo de la droga” –una lugar común hasta aquel miércoles en desuso– vino para quedarse. Para la canalla, este país ya no era solo una copia de Venezuela sino también de Colombia. Y con la debida estigmatización hacia los habitantes del sus barrios más empobrecidos.
Bien vale entonces poner en cuadro el verdadero significado del tráfico de drogas en su versión autóctona, a la luz de su contexto mundial.
En 2010, la imagen de soldados izando la bandera verde-amarela sobre la cima del Complexo Do Alemao, en Río de Janeiro, dio la vuelta al mundo como un símbolo de soberanía del Estado sobre el territorio gobernado hasta entonces por el Comando Vermelho. Lo cierto es que el hecho en sí trajo cierta reminiscencia a lo adelantado por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos acerca de cómo se desarrollarán los conflictos bélicos en el siglo XXI: “La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo”.
El caso brasileño se inscribía en la estrategia que recomienda la DEA en su cruzada integral contra los cárteles latinoamericanos con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario que se desliza a través de sus arcas. Su paralelismo más remoto: las Guerras del Opio en el siglo XIX entre Inglaterra y China, por la pretensión británica de eliminar todo obstáculo que impedía el comercio de dicha pócima en el país oriental.
El surgimiento, a mediados de los ’70, de los cárteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y la posterior debacle por enfrentamientos entre estructuras rivales –alentadas por la DEA– no acabó con el negocio sino que lo llevó hacia una nueva tierra de promisión: México. Los resultados están a la vista. Desde 2007, cuando, presionado por Washington, el presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narco, la ola de violencia ha causado en ese país unos 120 mil muertos. Es la contabilidad de tres guerras simultáneas: la de los cárteles entre sí por el control de territorios; la de los Zetas (constituidos por exmilitares y expolicías), que practican secuestros y robos contra la población; y la de los militares contra los propios ciudadanos.
De manera que el “prohibicionismo” mata más que las sobredosis. Pero éstas son también un fruto del “prohibicionismo”, por falta de control estatal sobre las sustancias. Y el caso de la cocaína adulterada es una prueba de ello, máxime en un escenario dominado por grupos de escasa sofisticación.
En primer lugar, Argentina no es un país productor. Tampoco ofrece un mercado atractivo a los grandes cárteles internacionales, ya que la cotización de sus productos –que aumentan según el número de fronteras que traspasen– determina que aquí, por su cercanía con Bolivia, cueste apenas diez dólares el mismo gramo que en Europa o en Estados Unidos se paga a más de cien. Para estas organizaciones, este sí es un país de tránsito, aunque –tal como rezan las publicidades de laxantes–, de “tránsito lento”. Y también, un excelente sitio a los efectos del lavado de dinero.
En consecuencia, ante el crecimiento durante los últimos años del mercado minorista, únicamente existen estructuras de narcos ligadas al menudeo. Pero –es justo reconocerlo– con un control territorial en asentamientos periféricos a las grandes ciudades (siendo el clan rosarino de la familia Cantero el ejemplo más exprimido por la prensa). Son bandas que reinan en una villa y rivalizan con los “porongas” de otra villa. Sin embargo, no son organizaciones como los cárteles de Sinaloa o Medellín, ni mucho menos. Apenas pueden abastecer a los consumidores de algunos arrabales, y no inundar la plaza norteamericana con su mercancía. Sus jefes jamás serán mencionados en la revista Forbes. Y compararlos con los grandes barones de la cocaína –quienes incluso supieron ofrecerse a pagar la deuda externa de sus países a cambio de impunidad– sería como equiparar a Maradona con un muñequito de metegol.
Además sufren otro problema: tener que tributar a la policía para seguir existiendo. Porque el rol gerencial de las fuerzas argentinas de seguridad en el negocio de las drogas constituye una tradición muy arraigada en el país. Basta recordar la escandalosa disolución en La Bonaerense del área de Narcotráfico, a mediados de 1996, tras una cámara oculta de Telenoche que mostraba a uno de sus cabecillas –el comisario Roberto Calzolaio– en tratativas comerciales con distribuidores de cocaína en Quilmes. El caso mostró que los dividendos del asunto subían hasta la máxima autoridad de la Maldita Policía, el famoso Pedro Klodczyk, y que desde su escritorio un porcentaje era desviado hacia ciertos actores del poder político y judicial. Se trata de un modus operandi que se extiende como una mancha venenosa a casi todas las agencias policiales del país, y que aún perdura como un fantasma apenas disimulado. Delicias de la “Conexión Pampeana”. «