Clarín no es un diario. Tampoco un conglomerado de medios de prensa ni una operadora de telecomunicaciones con posiciones oligopólicas. Esos son algunos de los negocios de la tercera compañía que más factura en la Argentina. Pero Clarín es mucho más: es un dispositivo de poder ambicioso, implacable y voraz.
“Si no puedes contra ellos, úneteles» fue el principio de supervivencia que intentaron aplicar casi todos los gobiernos desde el regreso de la democracia. Así les (nos) fue: en cada ciclo presidencial Clarín se hizo más fuerte, en contraste con (o a expensas de) el debilitamiento de las instituciones, la libertad de expresión y el empobrecimiento general.
Alberto Fernández vio de cerca ese proceso como funcionario de los Kirchner, Carlos Menem y Raúl Alfonsín. Todos ellos, a su turno, padecieron lo que el ex diputado radical César “Chacho” Jaroslavsky resumió de modo magistral: “Hay que cuidarse de ese diario; ataca como partido político y si uno le contesta, se defiende con la libertad de prensa”.
“¿Qué va a pasar con Clarín?”, le preguntaron ya decenas de veces al presidente electo. La posición que Fernández sostuvo en público podría resumirse así: “No voy a hacer nada. La guerra terminó. Y para las situaciones de abuso de posición dominante está la Ley de Defensa de la Competencia”.
La respuesta que suele dar en privado es similar, aunque con una variante: el mandatario dice que no actuará en contra de El Grupo, pero se muestra dispuesto a estimular el crecimiento de quienes se animen a competir. Lo sugirió en septiembre pasado en Madrid, durante una reunión con Telefónica. La firma española tiene experiencia en el asunto: el menemismo le proveyó contratos monopólicos, licencias audiovisuales, socios gráficos y recursos financieros. La experiencia mediática concluyó en noviembre de 2016, cuando vendió Telefe a la productora global de contenidos Viacom.
Es probable que el lunes, en la Ciudad de México, Alberto repita palabras similares frente a Carlos Slim. Dueño de la telefónica Claro, Slim lleva años intentando ampliar su presencia en la Argentina, pero sus representantes locales arguyen que el Estado le puso “palos tecnológicos” en la rueda a pedido de Clarín. Nobleza obliga: en varios países de América Latina, Claro ostenta niveles de posición dominante similares a los que El Grupo mantiene en la Argentina.
En el mercado de las telecomunicaciones, el único antídoto contra los vicios del “libre mercado” es una regulación robusta, que dote al Estado de un alto nivel de intervención. Pero el régimen macrista desmontó las leyes regulatorias para favorecer la fusión de Cablevisión con Telecom, el último gran salto empresarial de Clarín. Los especialistas sostienen que la ley de Defensa de la Competencia a la que alude Fernández es insuficiente para desmontar los privilegios adquiridos ¿Alcanza con fomentar la competencia para recortar el poder de fuego de la compañía más influyente del país?
La intención que sugiere Alberto no es novedosa. Telefónica fue el rival más duradero y competitivo de los tantos que los distintos gobiernos estimularon con la esperanza de neutralizar a Clarín. Todos fracasaron. Pero el contexto hoy es otro: el consumo de medios tradicionales está en declive, en volumen y credibilidad. Clarín tiene más recursos económicos que nunca, pero perdió buena parte de su capital simbólico: el público le cree cada vez menos.
¿La tecnología y la batalla cultural que se inició con la malograda «ley de medios» abrieron finalmente una ventana histórica para democratizar la palabra sin necesidad de librar una cruenta y costosa guerra frontal, como sugiere Fernández? De ser así, quizá convenga repasar el consejo de Maquiavelo: «La tardanza nos roba a menudo la oportunidad y roba nuestras fuerzas». «