En primer lugar, comenzamos por lo básico: la ciencia ha probado hace casi un siglo que las diferencias observables entre las personas no se corresponden con diferentes razas. Tampoco las diferencias genéticas permiten sostener eso. La diferencia que existe entre razas animales no se corresponde con la que existe entre ningunas dos personas, por más elementos diferenciales que podamos señalar (llamados fenotipo: altura, color de piel, ojos, contextura física, etcétera).

Si bien las “razas” no existen, sí existe el racismo. El racismo es la construcción teórica que asigna valoraciones a las personas en función de su pertenencia (real o asignada) a un colectivo socialmente marcado como positivo o negativo. Esto significa que quienes comparten el ideario racista creen (y actúan en consecuencia) que algunas personas son más o menos inteligentes por el color de su piel, o más o menos veloces, o más o menos honestas, o más o menos aptas para el desarrollo de una carrera científica.

Hablar de “razas” respecto del género humano es no solo un anacronismo sino una forma de estereotipar, discriminar y segregar a las personas. Hablamos de estereotipos cuando asignamos características (buenas o malas): inteligencia, elegancia, fortaleza, lentitud, entre muchas otras, en función de aspectos observables de las personas. Cuando estas formas de pensar son repetidas y difundidas, se cristalizan como “verdades”. Estos son los estereotipos.

Otra de las dimensiones para poner en relieve en este día se vincula a la forma en que nos referimos y valoramos lo ocurrido desde 1492 hasta nuestros días. Se habla del “descubrimiento del nuevo mundo”, de la “conquista” y, también, del “encuentro de dos mundos”. Lo que resulta incuestionable es que 1492 inauguró para estos territorios las más brutales formas de violencia, formas construidas sobre la base de considerar a los habitantes como seres sin alma y, por tanto, meros artefactos o instrumentos destinados a saciar las ansias de apropiación de quienes venían desde Europa. Estas formas de violencia fueron diseñadas y puestas en práctica en el marco de la legalidad imperante, bajo figuras jurídicas diseñadas a tales efectos.

En este contexto cultural, resulta aún más destacable la figura de Fray Bartolomé de las Casas por su claro y fuerte posicionamiento en contra de las formas de violencia que adoptó la empresa colonial.

Por último y no menos importante, recordemos que el 12 de octubre de 1492 se puso en marcha el saqueo y la expoliación de los bienes comunes de nuestro continente. La apropiación de los metales preciosos, de los saberes ancestrales, de la diversidad biológica fue la condición de posibilidad del surgimiento del capitalismo. Tanto la apropiación de estos bienes como del trabajo esclavizado de quienes habitaban este espacio geográfico y de quienes fueron comerciados para hacerlo constituyen la acumulación originaria sobre la que Europa sustentó el desarrollo de una economía industrializada de orden global.

Este conjunto de elementos confluyen en lo que denominamos “colonialidad del poder”, cuyos efectos perduran en la realidad de nuestra América y permean la vida de todas las personas. Es así como elegimos no contar una inverosimil “historia de las razas” y centrarnos en desarticular lo que sí vemos y habitamos: el racismo y las formas vigentes de la colonialidad.

La autora es politóloga, magister en Derechos Humanos y coordinadora de formación del Instituto Fray Bartolomé de las Casas (IFBC).