Mariana De Marco tenía 25 días cuando secuestraron a su mamá y su papá, Patricia Dell’Orto y Ambrosio De Marco, el 5 de noviembre de 1976. Creció criada por su abuela y su abuelo, por sus tías, su tío. Desde chiquita –muy chiquita: lo contaba en el jardín– supo su historia, pero no había pistas sobre el destino que la última dictadura cívico-militar les había dado a Patricia y Ambrosio. Hasta que recibió una visita, un día antes de cumplir 15 años. Un compañero de militancia de la pareja llegó con un libro de regalo y una información: había un tal López, ex detenido-desaparecido, que los había visto en cautiverio. Había presenciado su fusilamiento. Y tenía un mensaje para ella.
“López, no me fallés. Si salís… el único que puede salir de nosotros sos vos. Andá, buscalos a mi mamá o a mi papá, a mis parientes, a mis hermanos y deciles… y dale un beso a mi hija, de parte mía”, le dijo Patricia a Jorge Julio López, antes de ser fusilada por la patota al mando del genocida Miguel Osvaldo Etchecolatz. López cumplió. A través de un compañero de militancia, Jorge Pastor Asuaje, el mensaje llegó a Mariana el 9 de octubre de 1991. Ella lo recibió junto con su abuela, Pocha, que dejó caer los brazos sobre la mesa y se puso a llorar.
“Sé que el compromiso de López era con mi mamá. Ella le pidió que buscara a la familia. Y, claro, que me siento destinataria. El testimonio de López me regala un perfil de mi mamá que no había tenido antes: de ella como ‘mi’ madre. De ella poniéndose en el lugar de madre de una nena a la que quiere criar, pensando en mí hasta el final. Pero además de eso, la fortaleza de ella y de mi papá, de no delatar ni hablar a pesar de las torturas”, dice Mariana hoy, a 15 años de la segunda desaparición de López, el sobreviviente, testigo y mensajero que aportó una pieza fundamental al rompecabezas de su historia.
“No me acuerdo en qué momento subí a mi pieza y me puse a hacer la cama, a ordenar. No sé cómo terminó ese día. Nunca jamás hablamos con mi vieja (así llama a su abuela) sobre esa información tan absoluta que nos había traído Pastor. No se mencionó, lo evitamos. Creo, pensándolo ahora, que sentía que no necesitaba hablarlo. Quizás sentía que era una información que debía procesar sola, hacer un duelo raro, asumir que no existía ninguna posibilidad de que alguna vez mi mamá y mi papá aparecieran. No es que tuviera esa fantasía. Pero ya ni siquiera iba a poder tenerla. Eso era irreversible. Y lo irreversible apabulla. Tenía que aprender a convivir con esas ausencias volviéndolas definitivas”.
Un encuentro que no fue
A principios de los ’90, a partir del encuentro casual con Pastor, excompañero de militancia, López empezó a vencer el silencio y a poner en palabras todo lo que había visto y vivido en cautiverio. Se acercaban los Juicios por la Verdad e iba a declarar. Pero Mariana y Pocha no habían vuelto a hablar del tema. Más de un lustro después, el resto de la familia buscaba la mejor forma de contarles aquello que ellas ya sabían y habían guardado. “Les conté lo que había pasado esa noche años atrás, la visita de Pastor y su bombazo. Mi vieja ya había borrado esa noche de su memoria. Yo, en cambio, la había recordado cada día, por las dos”, dice Mariana.
El 7 de julio de 1999, López declaró por primera vez. Cuando uno de los jueces le preguntó si había visto cuando torturaban a Patricia, contestó: “Sí, la torturaban, pero eso yo lo digo adelante suyo, pero de la familia no… Me da lástima”. Ese día, el sobreviviente supo que Mariana estaba en la audiencia. No quiso conocerla.
“Sentada al fondo de la sala, con una amiga que me acompañó, yo lloraba como una nena. En ese momento me dijeron que él no quería verme porque le habían dicho que yo era muy parecida a mi mamá. Yo tampoco quise. No hubiera sabido qué decirle, qué preguntarle”.
La segunda declaración de López fue el 28 de junio de 2006, en el juicio a Etchecolatz, que comenzó tras la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Ese día, Mariana no fue. Recién había nacido su beba. Sí fue hasta los tribunales platenses el 18 de septiembre, el día de los alegatos. “Fuimos temprano. Estaba implícito que íbamos a vernos con López ese día. Quería conocerlo por fin”, cuenta Mariana. Lo impidieron quienes lo desaparecieron por segunda vez.
Cuando llegó a la sede judicial, Mariana se topó con la cara “desencajada” de Nilda Eloy, ex detenida-desaparecida, emblema de la lucha por Memoria, Verdad y Justicia en La Plata, fallecida en 2017. Así se enteró de que faltaba López. “Había una sensación ambigua, entre la aproximación de la sentencia (a prisión perpetua en el marco de un genocidio, algo histórico) y esa cachetada, esa sensación de que todavía pueden desaparecer personas, testigos, con total impunidad”.
El aniversario redondo le genera “lo mismo que el año pasado y que el anterior, y que el que viene: me duele esta ausencia. Me asusta este desaparecido. Me indigna la complicidad. Me da asco este silencio, esta tercera desaparición de López. Me cuesta entender cómo la sociedad no toma como propias las banderas de esta y otras desapariciones en democracia, cómo no se considera aberrante, como algo que no puede ni debe pasarnos, a ninguno. Porque la desaparición de López nos pasa a todos”.
López y Patricia
“Por momentos sentía enojo con mi mamá y mi papá. Me enojaba pensarlos más militantes que padres, que no hubieran elegido ser una familia junto a mí. Pero ese enojo siempre fue más débil que el orgullo de ser su hija. Soy lo que soy porque ellos fueron lo que fueron. Parece frase hecha, pero es así, literalmente”, define Mariana y le pone palabras a toda una generación.
López también sentía orgullo por Patricia y Ambrosio. Lo contó en el juicio, en ese mismo testimonio que sigue aportando prueba en juicios contra represores, como el que comenzó el mes pasado contra Etchecolatz y Julio César Garachico, uno de los torturadores denunciados por López. El video de su declaración de 2006 se proyectó para acusarlo desde la ausencia, 15 años después.
“¿Sabe qué hacía Patricia Dell’Orto? ¿Y otras chicas, como Mirta Manchiola? Se dedicaban a cuidar chicos, a darles de comer (…) Iban a pie o en bicicleta a la universidad para ahorrarse unos pesitos, sin tomar el micro para llevar cosas para darles a los chicos. Ahí la conocí”, declaró López sobre Patricia en el juicio a Etchecolatz. Había militado con ella en una unidad básica de Los Hornos, en la periferia platense, que respondía a Montoneros. La doblaba en edad. Él aportaba en el barrio su oficio de albañil y admiraba a esa juventud que le ponía el cuerpo a la política en los años de plomo.
“Esas cuatro o cinco mujeres que yo digo, esas son mujeres de oro, de esas chicas no se consiguen más. Y estos asesinos las mataron sin piedad. Sin nada”, dijo el albañil, que alzaba la voz con seguridad y apuntaba con nombre y apellido a cada uno de sus verdugos, pero temblaba de emoción al hablar sobre Patricia, la mamá de Mariana. «
Causa sin respuestas
La mañana en la que Mariana De Marco llegaba a la puerta de la Municipalidad de La Plata dispuesta a escuchar los alegatos del juicio contra Miguel Osvaldo Etchecolatz, Jorge Julio López desaparecía. Había acordado que su sobrino lo pasaría a buscar por su casa, pero no estaba. Varios vecinos lo vieron caminando en un radio cercano. El último, frente a la casa de una mujer policía que figuraba en la agenda de Etchecolatz, una vivienda que nunca se allanó. Quince años después, la posibilidad de obtener respuestas se diluye. Se analizan entrecruzamientos de llamadas y geolocalizaciones en torno a los represores sospechados de estar vinculados con su desaparición, una pesquisa que demoró demasiados años. El pacto de silencio de los genocidas sobre los 30 mil parece firme también en torno al único ex detenido-desaparecido que volvió a desaparecer en democracia.