El oficio de periodista siempre presentó una ambivalencia. Hijo natural de la industria gráfica, alumbró un relato de origen sobre historias de bohemia y vocación intelectual del periodista, a contramano de la realidad de explotación que se advertía en los talleres gráficos de las antiguas redacciones. La categoría trabajador de prensa fue una construcción paciente, tardía. A veces, hoy, nos parece que aquella ambivalencia no está saldada. De hecho, toda una estirpe de periodistas de cartel -con honrosas excepciones se muestra ajena a la dinámica del resto del gremio, atravesado por la precarización.
En medio del proceso de destrucción de fuentes de trabajo que vive la industria de medios, resulta inverosímil aquel imaginario que postulaba un oficio de artistas o intelectuales, a lo sumo trabajadores de cuello blanco que debían mantenerse ajenos a la sindicalización, a la que concebían como un proceso exclusivo de los trabajadores de cuello azul, los obreros nacidos con la Revolución Industrial. Las huellas de aquella distinción era una desviación de un debate célebre, sostenido entre José Hernández y Domingo Faustino Sarmiento, entre el periodismo de los ideales y el periodismo asalariado.
Desde entonces, mucha agua corrió. Los trabajadores de prensa (periodistas, técnicos, administrativos) hoy sostienen su identidad en numerosos conflictos, conviviendo con el ajuste y el cierre de medios y defendiendo los convenios y estatutos. En una unidad que no reconoce la demarcación ideológica que separa a los empresarios que conducen Clarín, La Nación o Página 12, todos propulsores de políticas regresivas.
Y además son esenciales en la expresión de las demandas sociales como se advirtió, del peor modo, en la movilización por Santiago Maldonado, sean visibilizadas en los medios tradicionales -muchas veces por presión de la organización gremial o a través de experiencias de autogestión, en las que la palabra circula libre, fuera del pulso del mercado.
Nada de aquello es posible sin una perspectiva de clase.