La injusticia manifiesta, brutal, impune, de la Justicia argentina exacerba el requerimiento del veredicto ciudadano. Al tiempo que mediáticamente se lo manipula, se genera un halo que tergiversa la realidad, cuando no es el vecino del común el responsable último en dictar justicia.
No lo es en el juicio a los asesinos de Báez Sosa, que sobresaturó pantallas, más allá de justificaciones o intereses. Invade, sí, el íntimo sentimiento individual. Debe entenderse que es sólo eso: un sentimiento extra profesional, que excede el claustro. Como padre, quien esto suscribe aguarda un fallo feroz sobre esos cretinos que mataron con saña y cobardía. Para la bestia que pateó una cabeza como para el que permitió que lo hiciera. Pero la ley tiene sus laberintos. La teoría del delito es intrincada. Más aún llevada a una mesa de café donde aun escogiendo elucubraciones humanistas, requerimos punición perpetua. La adulteración intelectual provocada por un bombardeo comunicacional (mal) intencionado hace el resto. En tal caso, prestemos más atención a quienes, como Eugenio Zaffaroni, reclaman una perentoria actualización del cambalache que es la ley.
No lo es tampoco en el juicio a la Corte, al que Víctor Hugo en la contratapa de este diario califica de «imprescindible». Lo es el juicio y también lo fue la iniciativa, aunque la perspectiva nos marque que finalmente no habrá juicio. Quienes representan al poder real, quienes son sus lacayos en el parlamento, no permitirán que sean juzgados sus patrones. La carga se invierte en este caso: tal vez, al menos, sirva para que el gran público sepa y recapacite sobre la seguridad jurídica para pocos en detrimento de la mayoría, para esas 500 empresas «líderes» que apoyan desembozadamente, para el establishment mediático que declaró la guerra, para los políticos, incluso los que alguna vez boquearon a favor de enjuiciar a integrantes de este bochornoso cuarteto y que se hacen un nudo en la lengua al intentar explicarlo. Seguridad jurídica para ellos pero no para sus oponentes.
Este intento de juicio convive temporal y simbólicamente con la película que, más allá de coincidencias o disidencias menores, nos recuerda el valor del coraje, la verdad, la justicia, de luchar contra molinos de viento. La Corte no es la dictadura, pero tampoco sus integrantes fueron electos para sus cargos por el voto popular. Sería de perlas que pasaran por un estrado para tener que rendir cuentas.
Sí será el pueblo el que decida en otro tipo de juicio: en el que debe rendir cuentas el gobierno, durante todo este 2023 electoral. ¿Qué seria perderlo? Lula imploró en la Celac, por convicción ideológica y por conveniencia: «No permitan que vuelva la ultraderecha». La encrucijada es de hierro para el votante que se corta una mano antes de votarlos, es como digerir su frustración ante un gobierno que nació desde el campo popular, que es «nuestro» para ese vasto sector, pero que al menos resultó timorato, irresoluto, desbordante de irritantes «amagues y recules», empeñado en una comunicación espantosa y en un respeto religioso ante el poder real. Hace varios años, Oscar Alende sugirió a su electorado progresista entrar al cuarto oscuro con un broche en la nariz y sufragar ya no por convicciones, sino por el menos inconveniente. ¿Otra vez será necesario introducir un sobre con el nombre de quien tiene un placard desbordante de historias que lo descartarían en cualquier otra circunstancia?
Para contrarrestar esa tendencia, para sacudir el ostracismo, para bajar línea de lo imprescindible de la movilización o para provocar la aclamación, CFK (hablando de quienes soportan juicios sin justicia) procuró sacudir a la militancia que, pese a la enérgica incitación, no parece salir de la inmovilidad. La interpelación «¿si no es ella, quién?» no alcanza para un compromiso que si no es colectivo, colosal, extraordinario, fraguará en entre las mayores frustraciones de nuestro tiempo.
Ante tanto juicio, entonces, el objetivo crucial deberá ser, al menos intentar no perder el juicio. «