En 2017, en los estudios del programa Animales Sueltos de América TV, contrastando sobre un brillante fondo led multicolor, se produjo un revelador diálogo entre la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, y el periodista Alejandro Fantino.
Fantino: -¿Vos tenés idea de que estás maniobrando con ojivas nucleares cada vez que mandás y das la orden y desalojás una ruta? Y lo tenés que hacer, ya sé que lo tenés que hacer, y está bien, porque te lo pide la gente. Porque ya estamos todos hinchados las pelotas de que nos corten la calle, nos corten las rutas, nos corten las vías. Si llega a pasar algo… ¿vos lo pensás a eso?
Bullrich: -Yo no puedo pensar así.
Fantino: -¿Por qué no?
Bullrich: -Porque no. (…) yo tengo que actuar. (…) Si actuamos de buena fe y hacemos las cosas correctamente, no hay que estar pensando en la consecuencia, sino en la acción de tener que ordenar un país que estaba dado vuelta.
“Actuar sin pensar en las consecuencias”: no hay mejor definición del rol que cumplió, durante los años de Cambiemos, la ministra de Seguridad de Mauricio Macri. ¿Puede, en el ejercicio de la política y del gobierno, haber alguna máxima más irresponsable?
Pato fue, de todas las mujeres de la élite de Cambiemos, la de la mano más dura y la de la sonrisa más difícil. Abandonó muy pocas veces su gesto adusto y marcial, por ejemplo, para instruirnos con evidente gusto sobre la jerga fierrera, un must de su discurso: hot spots, “frontera seca”, “policiamiento inteligente”. Siempre cómoda en el terreno de la violencia estatal, llegó a definirse a sí misma y a su familia, una de las más tradicionales de la Argentina, en términos marciales: “Soy estricta, prusiana”, nos dijo.
Pato fue la custodia de la convicción. Que no sonrió cuando Elisa Carrió le dijo que “sectores de la fuerza le ponen droga para que ella la encuentre, pero el negocio sigue”. Que no pudo evitar los vergonzosos hackeos que permitieron que todo el país leyera en su propia cuenta de Twitter la leyenda “Macri gato”, ni en la página oficial de Gendarmería Nacional el reclamo “Aparición con vida de Santiago Maldonado”. Pero la que, a pesar de todos los papelones, logró persistir como una de las dos mujeres más poderosas del Gabinete de Macri, junto a Carolina Stanley, la ministra de Desarrollo Social.
Pato fue la que apreció que la llamen “Bolsonaro con pollera”, porque le permitió darse el extraño lujo de aclarar que ella ya venía “bolsonarizando” la Argentina desde mucho antes. Fue la que hasta hace no tanto tiempo se imaginó como la “vicepresidenciable” de Macri, en lo que hubiera sido una fórmula bien clásica de derecha, ese blend arcaico pero siempre tristemente actual donde se combinan negocios de unos pocos con una feroz represión.
Patricia Bullrich Luro Pueyrredón fue la populista de Cambiemos. Un populismo represivo que se puso en marcha apenas asumido Macri, y que se fue profundizando a medida que se eclipsaba la estéril promesa aspiracional de los brotes verdes, la eficiencia de los CEO en el gobierno y la alegría de los globos amarillos.
Pato puso en marcha un cóctel de medidas represivas populistas, una versión degradada del mismo populismo que Cambiemos nos dijo que venía a combatir. Un populismo que, nos decían, era el responsable de todos nuestros males. Las medidas represivas de Pato, así como nos explicaban qué hacía el populismo, buscaron saciar los instintos más primarios de nuestra sociedad, que durante estos años de empobrecimiento y privaciones fueron terreno fértil del miedo social y de los discursos de odio. Medidas fáciles y de dudosa eficacia que no buscaron resolver los problemas de inseguridad de los argentinos, sino lograr un alto impacto mediático y agitar la derechización de nuestra sociedad. Castigar mucho y rápido, estigmatizando y criminalizando a los extranjeros y a los menores, agitando la “doctrina Chocobar” y el gatillo fácil, judicializando la protesta, autorizando las pistolas Taser, y tanto más.
Para ello, Pato inventó para sí misma y para todo aquel que quisiera creerle, una Argentina ardiendo de hot spots y enemigos siempre en pie de guerra: el kirchnerismo, DeVido, Milagro Sala, los dirigentes sociales, los grupos de Facebook, La Cámpora, los tuiteros, los piquetes, los narcos, Hebe de Bonafini, Hugo Moyano, los migrantes, los sindicatos, los mapuches, los organismos de Derechos Humanos, los barrabrava, la “mafia del fútbol”, la “policía paralela”, los “punteros de villa”, los trapitos, los narcos, las “comisiones internas del Frente de Izquierda”.
Pato fue la populista de Cambiemos. Nos clientelizó, pero no mediante “consumos irracionales” sino mediante el odio al otro. Fue la carta fuerte del presidente frente al núcleo duro de Cambiemos, pero también la que le decía a gran parte de nuestra sociedad lo que el sentido común más reaccionario quería oír: que “el que las hace, las paga”, que “si la policía tiene un arma y no la puede usar es el peor de los mundos”, que “estamos todos hinchados las pelotas de que nos corten la calle”, que “¿sabés cuánto le sale a los argentinos cada paro sindical? Te sorprenderías”, que “el que quiere estar armado que ande armado”. En suma, que las víctimas del modelo son culpables de serlo y que por eso es natural que sean castigados.
Y hoy, que sí, que “Piñera está en guerra, ¿cómo está si no?”, y que en Chile “hay que ver si esos once muertos son represión o no”. La ministra que gustaba de participar en los operativos de las fuerzas de seguridad y hacerse fotografiar vestida de fajina llega al fin de su ciclo alimentando a los gritos, en radio y TV, conspiraciones internacionales destinadas a alterar la vida de los “buenos”.
No es casual que Pato pose como figura central de esta triste postal del fracaso de la primera experiencia democrática, a nivel nacional, de la derecha argentina. La caída libre del gobierno de Macri le libera las manos, como nunca antes, para “actuar sin pensar en las consecuencias”. Sobre todo si, como dijo Fantino, “te lo pide la gente”. «