Milei primero, como candidato y como fuerza política. Massa (un candidato también de derecha, entendámonos, si bien menos “extremista”) apostaba a ser el más votado, terminó tercero. En las alianzas que tuvieron internas –pongo aparte al FIT, un caso especial- ganaron las alas más de derecha. Grabois logró mantenerse dentro de sus (modestas) expectativas, pero nada más. Una parte de la izquierda salvó las papas (sobre todo en Jujuy, como era lógico por el firme acompañamiento del PTS al conflicto), pero en conjunto retrocedió. Kiciloff ganó claramente, pero por una diferencia más pequeña de lo esperado, y a nivel nacional, todo indica corte de boleta entre él y Milei (¡¡!!).
El abstencionismo o ausentismo sacó tantos “votos” como Milei: fue, entonces, una elección no de tres tercios sino de cuatro cuartos sobre el total del padrón. El gran castigado fue el “internismo”: quizá no fue tan grave para UP –aunque restó- , pero fue desastroso para JxC y la izquierda, esta una fuerza minoritaria pero con buen potencial de crecimiento –especialmente en el contexto de aguda crisis actual- que presentó cuatro listas, un despropósito.
La advertencia de las PASO
Hasta aquí, los datos “duros”, como se dice. La conclusión indefectible es la de un agudo proceso de derechización: no verlo en toda su dimensión implica un enorme peligro. De acuerdo, son “solamente” las PASO, habrá que ver, etcétera. Pero la advertencia es estruendosa. Hoy por hoy, hay todavía demasiadas preguntas que no podemos responder, pero a las preguntas hay que darles toda su gravedad.
¿El clima de distintos tipos de violencia reciente, exasperado perversamente por los medios, contribuyó? Sin duda, pero el fenómeno venía de antes, y no se le dio la importancia que merecía. Y ya sabemos, es un síntoma mundial, y no una excepcionalidad argentina (Trump y Bolsonaro perdieron las elecciones, pero por margen bien exiguo). Eso no es un paliativo para nosotros, es más bien un agravante.
La eufemística “clase política” –o sea, los partidos burgueses, con sus matices- son responsables, pero también lo son, y tal vez especialmente por estar en el poder, los gobiernos “progresistas”, de “centroizquierda”, “nacional-populares” o como se los quiera llamar: ellos no fueron menos “burgueses” que los partidos del sistema, y dejaron decepción e insatisfacción en prácticamente todo. Esta clase política burguesa confía demasiado en los liderazgos individuales, que han venido apagándose consistentemente –salvo por ahora Milei, como queda demostrado-, y su lógica es la construcción política desde arriba hacia abajo, lo cual deja inerme a la sociedad.
Otro «que se vayan todos»
Resultado local: un Que se vayan todos en las urnas, que es lo que representa Milei (y probablemente una buena parte de los que “faltaron” a las urnas): falsamente, va de suyo, pero una falsedad suficientemente creída por las masas se transforma fácilmente en una siniestra verdad (preguntémosle a los alemanes de 1933).
Un optimismo de la voluntad un poco forzado postula que la derechización es meramente electoral, es decir coyuntural, y no social, ideológico-cultural o política de fondo. En el caso de Milei, en efecto, queda el interrogante de si, movilizados por la bronca, no se está votando una “rebeldía” epidérmica y declamativa sin necesariamente acordar con el programa político –que perjudicaría seriamente a la mayoría-. Pero los votantes de JxC saben muy bien lo que hacen, como los de la izquierda (que no supo capitalizar la “rebeldía”), solo que los primeros son muchos más.
Giro «filosófico» a la derecha profunda
Personalmente, me cabe la duda de que la derechización no sea mucho más profunda, incluso “filosófica”, si se quiere ser solemne. Ya en los años 70 Pasolini sostenía que el neocapitalismo estaba produciendo una mutación antropológica. En todo caso, lo que el proceso pone en jaque es la idea misma de la democracia. Las insatisfacciones democráticas -las de una democracia formal, abstracta, que planea con olímpica indiferencia por encima de las fracturas sociales- producen un vacío que puede en ocasiones generar, en efecto, deseos oscuros cuyo único objeto sea la destrucción del Otro.
En el mejor de los casos, se alteran los sentidos existentes -históricos, ideológicos, filosófico-políticos, y así- sin por ello necesariamente eliminarlos, sino, mucho peor, transformándolos en un galimatías del absurdo, aunque carente de la gracia poética de Ubú o Dadá.
La degradación del lenguaje secunda la mediocridad patética de nuestros debates, donde nunca se llega a la discusión de fondo: qué tipo de sociedad, de “lazo social”, queremos anudar. Un candidato de ultraderecha puede tranquilamente llamarse a sí mismo “libertario”, que es como se denominaban los anarquistas o ácratas desde el siglo XIX; otra candidata de derecha –pero que en los años 70 era de la izquierda armada- puede levantar la consigna Si no es todo, es nada, pasando por alto que Todo o Nada es el título de un libro que examina la historia del ERP.
O sea: nada quiere decir nada y todo puede significar cualquier cosa, lo mismo o lo contrario. El revoltijo de palabras trivializadas, la sopa de letras que se priva de encarnación y contexto, es una operación abierta y obscenamente abyecta. Es decir, un desecho que se arroja fuera de lo posible, lo tolerable o lo pensable por la lengua, también la política, y que no tiene un objeto definible. Habrá que construirlo. Como decía León Rozitchner, cuando la sociedad no sabe qué hacer, la teoría no sabe qué pensar.