La violencia política se encuentra en alza en América Latina. Esto no es nuevo, claro, ya que el Siglo XX estuvo plagado de persecuciones, golpes de Estado y de exclusión de los grupos más vulnerables. La llegada de Jair Bolsonaro al poder en Brasil consolida una nueva escalada de un tipo de violencia, la violencia política, que se sirve de la antipatía social por la política para instaurar alternativas autoritarias. Con la novedad que, esta vez, proviene de expresiones que llegaron al poder por el voto popular. Este fenómeno acecha a todas las democracias de occidente y en la región ha ido creciendo sin pausa con los gobiernos tanto de derecha, como Duque en Colombia, como de izquierda, en Nicaragua con Ortega y en Venezuela con Maduro.
En diferentes grados, se usa el posicionamiento del miedo y el odio como medio para la concentración del poder y la instrumentalización del electorado, y el uso de la fuerza (o el aparato judicial) para la eliminación de alternativas políticas.
Este escenario es posible gracias a que la política ha perdido gran parte de su capacidad de intermediación frente a los poderes de facto, lo que ha inducido a que el autoritarismo anti-democrático perdiera su timidez y a que el decidir participar en política se torne un riesgo de vida.
Un arma clave es la tecnología digital, que hasta hace poco creíamos la principal aliada para la transformación de la política -por su potencial para democratizar el debate, distribuir liderazgos, abrir gobiernos y transparentar procesos-, hoy responde más a la distopía que vemos en la serie Black Mirror, siendo uno de los un instrumento de control, opresión y manipulación por parte de los poderosos hacia las mayorías.
Este nuevo escenario se manifiesta principalmente a través de tres mecanismos perversos: el uso de la violencia directa como táctica disuasiva a la participación política de sectores contestatarios, el fortalecimiento de un Estado vigilante y el control narrativo para la exclusión y el odio.
En los últimos 2 años, más de 550 personas defensoras de los Derechos Humanos en América Latina fueron asesinadas y miles enfrentan situaciones de criminalización, persecución judicial y constantes amenazas contra su integridad. Brasil, México, Colombia, Nicaragua y Venezuela tienen cifras récords de asesinatos a periodistas y a líderes políticos. Asimismo, en una encuesta reciente que hizo Asuntos del Sur, el 57% de los y las activistas ha sufrido agresiones en los últimos 12 meses y el 76% considera que pueden estar en riesgo.
Estos ataques no sólo afectan la seguridad física de las personas, sino que tienen efectos (in)directos contra la democracia y la libertad de expresión, en tanto la violencia exacerbada se convierte en un elemento disuasivo contra personas que quieren denunciar los abusos y convertirse en agentes de cambios. La encuesta recién mencionada muestra que poco más del 52% de los y las activistas sufren de hostigamiento digital y el 26% ha pensado abandonar su militancia ante el incremento de mayores amenazas.
El caso de Argentina es menos dramático, pero sigue la misma tendencia. Por ejemplo, al mismo tiempo que les quitó el rango de ministerio y bajó los presupuestos en salud, trabajo y ciencia y técnica, el gobierno nacional ha aumentado el presupuesto y competencias a las Fuerzas Armadas, para permitir su intervención en seguridad interior. Los casos de Santiago Maldonado y Luis Chocobar son muestra de este cambio de doctrina por parte del ejecutivo nacional.
Ante este escenario, las fuerzas democráticas tienen que reorientar su campo de acción, estrategias y herramientas. Aquí, cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de responder desde su lugar a este embate autoritario que avanza contra las democracias.
Es por ello que la militancia y el activismo tienen que desarrollar habilidades técnicas en el manejo de tácticas de seguridad (analógica y digital) y disminución de riesgos de sus acciones. Deben incorporar una perspectiva de seguridad íntegra, incluyendo todos los aspectos de movilidad, comunicación, resguardo de información y hasta lo psicoemocional.
La academia y los medios de comunicación deben recuperar la iniciativa de la narrativa democrática, tanto en el mensaje como en los medios, y generar los incentivos para la creación de medios responsables y profesionalizados.
La sociedad civil que trabaja en innovación política debe dejar de lado la mirada utopista de la centralidad de la apertura de datos y las plataformas digitales como un fin en sí mismo, y entender que sólo tienen sentido si defienden y aumentan la participación de los grupos tradicionalmente marginados de la historia: mujeres, afrodescendientes, indígenas y las comunidades TLGBIQ+.
Y más importante aún, nada será posible si no recuperamos la política, especialmente a partir de la reconstitución de la legitimidad de los partidos políticos y las instituciones, y del fortalecimiento de coaliciones internacionales de instituciones y organizaciones que luchan por los derechos ciudadanos. Sin ellos, está garantizado que no habrá contención posible a la marea autoritaria que avanza.
Es en este marco, este 10 de Mayo, Asuntos del Sur convoca al encuentro latinoamericano Resistencias, el cual reúne a experiencias de toda la región que buscan respuestas innovadoras de participación e inclusión política en estos contextos políticos hostiles.