Parecía que ningún otro acto podía superar en imprudencia y descuido a la quema de barbijos al grito pelado de «¡Viva la patria!», hasta que se supo que diputados de la oposición se resistían a hacerse el hisopado e, incluso, proponían dar quorum en un estadio deportivo. Y cuando esto ocupaba lo más alto del podio de indisciplina fuimos testigos de cómo presuntos vecinos de un country le impidieron el acceso a un vecino que llegaba a su propia casa con prisión domiciliaria decidida por la Justicia.
La consternación no se detuvo, y es posible que el gravísimo cerco que la policía bonaerense dispuso sobre la quinta de Olivos quede atrás, o pequeño, si finalmente hoy se concreta una marcha de “rebelión republicana”, extorsiva del sistema democrático y a un gobierno que lleva apenas nueve meses en el poder, con seis de ellos demoníacamente intervenido por una pandemia que les quita la salud a 300 mil personas por día en el mundo. Se rechaza absurdamente el carácter imprevisto, no buscado, indeseable de un bicho del que todavía se desconoce casi todo y al que interesadamente se lo presenta como local y no mundial como hasta un niño de primaria sabe que es.
El reiterado pedido de distanciamiento social fue respondido con el acercamiento antisocial. La posibilidad fraterna se volvió frágil frente al virus del odio. La primerísima necesidad de alejar de los riesgos a la nación y a sus pobladores se licuó frente a la proclama de la inexplicable desobediencia civil. Y a la obcecación por ignorar que hay un gobierno democráticamente elegido.
Mucho de lo que nos está ocurriendo pone de manifiesto que las proezas colectivas o algunas peleas bravas que debemos librar entre todos, y juntos, no son lo nuestro. Si, como dicen, la historia, con sus particulares tiempos, tiene la propiedad de emitir juicios, ella dirá que no pudimos, no supimos o no quisimos enfrentar, en compañía, este difícil desafío.
Es evidente que los llamados concientizadores dirigidos a la población, empezando por los del presidente de la nación, fueron, en muchos sectores, poco escuchados o aviesamente interpretados. Y esto contribuyó a imprimir una nueva postal de la grieta. De un lado quedamos, una vez más, los que consideramos al otro. Los que seguimos dentro de casa cumpliendo con el aislamiento consentido dejamos de ser noticia, así como se convirtió en objeto de nostalgia el aplauso solidario de las 9 de la noche a los que pusieron y ponen corazón y mente para cuidarnos. Del otro lado, con fabuloso nivel de visibilidad por parte de algunos medios, están los que llegaron demasiado rápido al agotamiento, los que con frívola decisión dijeron «basta de encierro», «queremos volver a correr», «no puedo más sin una birra», «a mí no me va a pasar nada».
De esos barrios del egoísmo surgió una troupe variopinta y peligrosa: «libertarios, terraplanistas, antivacunas, conspiranoicos y hasta algún vegano fascista», como, con pertinencia, enumeró Alberto López Girondo en este mismo diario. Sin olvidar a una clase de oposición política especuladora y miserable, y ni hablar del tristísimo papel de los grandes medios. “Hay que estar en contra, porque cuidarse es peronista”, acertó Jorge Halperín en una columna publicada en Página/12. Con tal de no pensar en los que se enferman, la pasan mal y se mueren, muchos batieron el parche de las libertades constitucionales y expresivas restringidas.
Llamativamente, periodistas, conductores, locutores, actores que no pasaron ni por la puerta de la Facultad de Medicina se permitieron hablar de «infectadura», de «terror sanitario» o de «la dictadura de los infectólogos». Dos conductores de radio y televisión y una exministra, tres de los más encendidos voceros de la anticuarentena, recibieron una singular trapisonda del destino y terminaron infectados. Ni siquiera es seguro que el padecimiento los haya convencido de que estuvieron profundamente equivocados. En los años recientes, ciertos y reiterados procedimientos del periodismo argentino recibieron un par de oportunos y saludables «¡Basta!». Y que, por suerte, no llegaron desde colegas. En octubre de 2017, demandando un poco de humanidad frente a la desaparición de su hermano Santiago, Sergio Maldonado nos dijo: «Si no tienen nada que poner, pongan música». Y hace muy poco, la médica infectóloga Gabriela Piovano nos recordó: «Ustedes (los periodistas) son un servicio público. El Estado invierte millones de pesos en los medios. ¿Qué clase de servicio nos dan, aparte de agitarnos la cabeza?».
Los medios –en especial los más grandes– acostumbran a no responder preguntas como la que planteó la doctora. Ellos son los que se dedicaron a proteger a los disidentes y a ignorar a los esenciales. Son ellos, tantos, demasiados, los que 35 años después no entendieron ni una letra del Nunca Más.