Envalentonada por los vientos de cambio en el escenario continental, la derecha venezolana se relame para dar el zarpazo y cortar de cuajo el proceso de transformación que más lejos ha llegado en América Latina en esta oleada de gobiernos posneoliberales ahora en pleno reflujo.
Para lograr tan postergada añoranza, despliega en esta etapa dos principales tácticas. En un primer plano aparece la activación del referendo para revocar el mandato de Nicolás Maduro. La iniciativa dio en estos días su primer paso, luego seguirá con la recolección de 4 millones de firmas y, de prosperar, tendrá que lograr unos 7,5 millones de votos en la consulta para poder destituir al presidente. Esa es su apuesta legal, formal, la que venden mediáticamente, y que demandará no menos de siete u ocho meses.
Pero en paralelo, de forma solapada, los sectores más beligerantes (liderados por Leopoldo López y tutelados por Washington y la OEA) siguen apostando a la vía insurreccional. Esto es, continuar con los asesinatos selectivos de dirigentes chavistas, multiplicar focos de violencia callejera, fomentar saqueos y desplegar su contingente paramilitar para generar un escenario de caos e ingobernabilidad que fuerce la renuncia de Maduro.
Aun con feroces disputas internas, acéfala de liderazgos potables y sin una agenda alternativa y atractiva para la población (más allá de su deducible tendencia al neoliberalismo puro y duro), la oposición apuesta así a capitalizar el momento de mayor fragilidad de un chavismo que sufre la seria amenaza de pérdida del poder institucional en su peor crisis en 17 años.
Una crisis que tiene su rostro más visible en la esfera económica. El agotamiento de un modelo productivo anclado en el rentismo petrolero y un prolongado y eficaz sabotaje a la economía que incluye el desabastecimiento programado de artículos básicos, el contrabando a gran escala y una feroz inflación inducida, son el caldo de cultivo para inocular un extendido malestar en la población. La poca eficiencia del gobierno para remontar la situación y las dosis no menores de corrupción alimentan el descalabro económico y acentúan el desánimo generalizado.
El cuadro se agrava, además, con la extendida sequía y su consecuente crisis energética que llevó a decretar cortes programados y que sólo lunes y martes sean laborables en el ámbito público. Una olla a presión con serio riesgo de desbordar en cualquier momento.
Venezuela entró hace tiempo en un complejo atolladero con destino impredecible. La situación es delicada, pero no apocalíptica como sugieren las trasnacionales de la información. El establishment ignora que la revolución bolivariana no es solamente un gobierno: mucho dependerá entonces de la capacidad de respuesta que tenga el chavismo popular, esa multitud de conciencias de arraigo plebeyo que ha demostrado su empoderamiento en cada circunstancia crítica. Y que, aun inmersa en el peor de los desánimos, peleará hasta el final para no volver a ser un pueblo callado, oprimido e invisibilizado.