Las imágenes se multiplicaron en distintos balcones de la ciudad de Buenos Aires. Entre ellas se vio al economistas difusor del fundamentalismo neoliberal Miguel Boggiano, que tiene un título superior de Economía en la Universidad de Chicago, cuna de las doctrinas económicas que cobraron particular fuerza a principios de los años ’70 y que apuntaron a desmontar las políticas del Estado de Bienestar que se habían im-puesto en Occidente luego de la Segunda Guerra Mundial.
Boggiano, como tantos otros, se filmó a sí mismo con una sartén en la mano, en un balcón desde el que podía verse una Buenos Aires iluminada en medio de la noche, y mientras con una cuchara golpeaba la sartén gritaba, cual San Martín llamando a la batalla: “Bájense el sueldo, hijos de puta”.
La frase era parte de la protesta acuarentenada que la oposición social y política al Frente de Todos encontró para canalizar su rechazo al gobierno, que no es puntual sino estructural. Y visceral.
Hubo algunas hipótesis tiradas a circular sobre si el cacerolazo balconero era un plan ideado en las usinas del PRO, por el especialista en climas de conmoción en la opinión pública Marcos Peña. El exjefe de gabinete es un fiel seguidor de los cinco pasos de Gene Sharp, politólogo estadounidense que ideó formas de desestabilización de gobiernos, sin apelar al clásico golpe de Estado. El paso uno de Sharp es: “Denuncias de corrupción y la promoción de intrigas». Y aunque no sea una denuncia penal, calificar de inmorales los sueldos que cobran los funcionarios políticos trae consigo una insinuación de corrupción. Esto no quita que el gesto de donar una parte del salario sea correcto. Pero el pedido de que «se bajen los sueldos», que surgió en el marco de las tensiones de Alberto Fernández con sectores del empresariado, lo que sugiere es que los salarios que cobran diputados, senadores, gobernadores, ministros; son un curro. Es decir que el trasfondo apunta a retratar a la dirigencia política como corrupta, siguiendo los designios de Sharp.
Nadie les pidió a los gerentes de las grandes empresas, que cobran más que el presidente, que donen parte de lo que ganan. Porque supuestamente esa retibución es legítima. Después de machacar tantos años con lo mismo en los medios tradicionales estas ideas se vuelven parte del imaginario colectivo y funcionan como la pólvora, sólo hace falta prender la mecha.
Otro elemento para sostener que esta campaña pudo haber sido ideada en algún laboratorio para prender la mecha es que el periodista peruano Jaime Bayly se dedicó a criticar Alberto Fernández en una buena parte de su programa. Bayly trabaja desde Miami, la capital de lo más rancio de la derecha latinoamericana. Ahí se cocinan gran parte de las estrategias de desestabilización de los gobiernos populares de la región. Allí tiene su oficina central Jaime Durán Barba. Miami es un centro de la derecha regional desde que se volvió el lugar al que viajaron los cubanos que estaban en contra de la revolución comandada por Fidel.
Bayly tiene una ética muy singular. Todo lo que implique igualar derechos que le sirvan a él es bueno y lo demás no. Es un ferviente defensor del matrimonio igualitario – bienvenido, porque eso le permitiría casarse- pero deplora cualquier política que implica la igualación de derechos sociales, seguramente porque no las necesita en su fuero personal.
La batalla de los balcones tuvo la otra cara. Una de las que más circuló fue la de la mujer que salió a insultar a todos los vecinos que caceroleaban en su cuadra. “Barrio de garcas, caceroleate la chota”, gritó, entre otras cosas. Hubo otro hombre, de pelo blanco, que eligió una respuesta más artística y salió a su balcón con una trompeta para interpretar la marcha peronista.
Esta disputa pintoresca, de balcón a balcón, al estilo napolitano, despertó preocupación en algunos dirigentes políticos que, quizá con razón, consideran peligroso agitar las diferencias políticas en un contexto en el que el acatamiento social a las medidas del gobierno para contener la expansión del coronavirus es indispensable para que tengan éxito. Esa preocupación entendible tiene un punto muy débil. Un país no deja su idiosincrasia atrás porque haya una pandemia. La pandemia se vive con la idiosincrasia que se tiene. Por supuesto que los dirigentes con responsabilidades están obligados a convocar a guardar las diferencias mientras transcurra la peor etapa del coronavirus.
Hay en el hecho de que las pasiones de la política se expresen en los balcones algo positivo, un punto de consenso: nadie quiere romper la cuarentena.