Cuando Javier Milei emergió en la opinión pública el mundo asistía hacía varios años a un fenómeno de radicalización de las derechas y se hablaba de derechización social, sin embargo, ese análisis parecía quedarse cuanto menos a mitad de camino. Entonces cambió el enfoque. Un poco más allá del factor de la derechización, se empezó a hablar de lo que ese factor canalizaba. Y ahí aparecieron la bronca y el descontento social con los problemas no resueltos. Milei empezó a ser entendido como un cauce para la insatisfacción democrática. Un cauce por el que circulaba agua y sedimentos opacos. Poco comprensibles a la luz de la lógica política tradicional.
En las encuestas aparecían votantes de Milei con opiniones diametralmente opuestas a las suyas. Votantes que se manifestaban a favor de un rol interventor del Estado en la economía o de la gratuidad de la universidad pública. En los estudios cualitativos sus votantes decían que era “un loco” y tomaban la idea como un aspecto positivo. Un cauce no es un programa sino algo tan amplio y difuso como, según la Real Academia Española, un “conducto, medio o procedimiento para algo”, en este caso para un malestar social.
Con un voto que venía mayoritariamente de las filas de los desencantados de Cambiemos, pero que ayer se llevó seguramente también a alguna parte de los desencantados del ex Frente de Todos, Milei vino a dar un cauce en el que sus electores no terminan de ver la gravitación de sus ideas políticas. Despeinado y a los gritos. Una respuesta aparentemente maciza a los problemas argentinos, pero que llega de una forma borrosa a un sujeto todavía difuso que no encuentra en otro lado quien lo reúna y quien le hable.
Casi todo el resto de los candidatos de las fuerzas mayoritarias de la elección de ayer movieron sus piezas como en un juego de ajedrez, buscando ser oídos por un público objetivo ya existente. Patricia Bullrich parecía haber entendido la necesidad de jugar a ser la oferta radicalizada dentro de Juntos. La nueva versión del Macri de 2019 que le hablaría a su núcleo duro y que a la vez sería capaz de captar el voto del descontento. Hasta ayer, la Milei con chances de ganar.
Horacio Rodríguez Larreta fue perdiendo peso al ritmo al que zigzagueaba entre las posiciones más propias, las tradicionales de Cambiemos, jugando a ser el ala moderada de la derecha, con otras más radicalizadas. Tal vez perdió terreno encerrado en su obsesión por las encuestas. Entre el afán de ser el ala moderada y el miedo a no ser lo suficientemente expresivo. Queriendo hablarle a muchos públicos aparentemente controlados, se quedó hablándole a muy poca gente.
Sergio Massa llegó tarde a la competencia, con el peso de ser el ministro de Economía de un gobierno que entre otras cosas no pudo consolidar una narrativa propia. En el primer tramo de la campaña, este dirigente político que tuvo la capacidad de pararse como articulador de una escena política desarticulada, pareció oscilar también en su búsqueda por targetizar y hablarle a electores previamente existentes. Adoptó formas discursivas no tan propias para ir a la pesca de los votantes del núcleo duro de Cristina Kirchner y las mezcló con algunos de sus rasgos de moderación habituales.
Así, Bullrich, Larreta y Massa se empecinaron en hablarle a electores que estaban ahí, mientras que Milei ofrecía un cauce para un río a punto de desbordar. Después de esta elección, Milei dejó marcado el contorno de un nuevo espacio que todavía tiene mucho por recorrer para saber si se trata de un emergente electoral o de una nueva expresión de representación política.
Seducir, conquistar, enamorar. Tras el resultado se usan mucho esas palabras para pensar cómo van a ir Patricia Bullrich y Sergio Masa en busca de estos (no tan) nuevos votantes. Tal vez el gran desafío político del peronismo y de todo aquello que quiera hacer avanzar a la sociedad en estas elecciones sea salir de la oferta de un menú de opciones, dejar de intentar satisfacer a los electores como si fueran clientes y meter los pies en el barro del río. Entender que en el fondo el fenómeno Milei es mucho más el hecho de que llegó a la gente en un contexto en el que la política parece estar lejana, que el hecho de cómo lo hizo.
Meter los pies en el río no es sólo denunciar sus ideas políticas o intentar demostrar que está equivocado, sino también ir a bucear en sus aguas poco claras. Animarse a algunas contradicciones para ir en busca de reestablecer ese espacio de representación que quedó fuera de foco, para hacer lo mismo que logró hacer él: acortar distancias. Salir a abrazar a los votantes que se quedaron huérfanos de discurso y que hoy buscan un cauce. Salir a la calle.
Citando al consultor político Gonzalo Sarasqueta, “las narrativas de la extrema derecha son el trapo mojado por donde corre (la) electricidad emocional”, tal vez no se trata de gritar más fuerte, si no buscar la forma de mover el trapo para evitar que quedemos todos electrocutados.