Jaqueado por los escándalos, sospechado de conductas reñidas con la ética y con el Código Penal, pero reivindicado como una suerte de artista de varieté tardío, el ex juez federal Norberto Oyarbide murió a los 70 años de edad víctima de las secuelas del Covid-19.
Alejado de la función pública por impulso, decisión y presión del gobierno de Mauricio Macri, Oyarbide transitó los últimos meses de su vida alternando una pretendida tarea periodística en radio y haciendo gala de sus excentricidades en televisión y en cuanta oportunidad tuvo para exhibirse públicamente.
En 2006, Oyarbide ya había zafado de un pedido de juicio político por irregularidades en el desempeño de sus funciones, especialmente por sus vínculos con sectores oscuros de las fuerzas de seguridad y por la supuesta protección a una red de prostitución masculina.
El 11 de setiembre de 200, cuando las Torres Gemelas acababan de derrumbarse y el polvo que sus escombros volaba todavía por los aires, el Senado desestimó su juicio político.
Eran tiempos del gobierno de la Alianza, la causa por los supuestos sobornos en el Senado para aprobar una ley de flexibilización laboral y la antesala de la caída de Fernando De la Rúa como presidente.
El 7 de abril de 2016, después de haber ofrecido vanamente –según reconoció el entonces ministro de Justicia Germán Garavano- avanzar en causas contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, presentó su renuncia al cargo, tras más de cuatro décadas en el Poder Judicial.
Se retiró con una jubilación de privilegio y quedó blindado en las causas judiciales en las que había sido investigado, pero el estallido del expediente de los cuadernos (que primero fueron fotocopias, luego se quemaron y finalmente se desquemaron) lo puso otra vez en el ojo de la tormenta.
El difunto juez federal Claudio Bonadio lo procesó pero la Cámara Federal revirtió esa decisión y, lánguidamente, también quedó a salvo en ese expediente.
Pese a que pasó casi toda su vida en tribunales, Oyarbide no tenía amigos entre los jueces y fiscales con los que trabajaban. De hecho, nunca lo invitaban a las comidas de camaradería, ni a las celebraciones de fin de año.
No obstante, la mayoría de sus colegas le reconocía su solidez y conocimientos del derecho penal, aunque por lo bajo reprobaban la forma en que forzaba los límites según criterios muchas veces incomprensibles.
Carlos Menem lo nombró juez federal en 1994, y en ese cargo permaneció hasta su jubilación, pese a que en más de una oportunidad lo tentaron con concursar para otro cargo de mayor jerarquía.
Por aquella designación, el ex ministro de Economía Domingo Cavallo incluyó su nombre entre los famosos “jueces de la servilleta”.
Acaso por ese estigma nunca accedió a esos concursos organizados por el Consejo de la Magistratura para ascender.
En las postrimerías del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner existió en el Consejo una suerte de negociación para que tanto él cuanto Bonadio fueran sometidos a juicio político y destituidos, pero cuando el acuerdo entre oficialismo y oposición parecía sellado algo fracasó y los dos continuaron en sus puestos.
En su palmarés cuenta que fue uno de los jueces que dispuso la prisión del dictador Jorge Rafael Videla, pero en el debe aparecen causas irresueltas o malamente resueltas, como la falsificación de pasaportes europeos para futbolistas, la mafia de los medicamentos, la causa Sueños Compartidos y el patrimonio del matrimonio Kirchner.
La última causa de resonancia en la que estuvo involucrado se relacionó con un costoso anillo que lucía en uno de sus manos y que, según alguna vez dijo (nunca se supo si en serio o en broma) valía 300 mil dólares.
Tampoco allí sufrió consecuencias penales, pese a que sus explicaciones fueron tan pueriles que concitaron múltiples comentarios burlones en Comodoro Py.
Su histórico juzgado, el federal número cinco, es hoy ocupado por su sucesora, la jueza María Eugenia Capuchetti.