El resultado de las elecciones legislativas confirmó lo que se especulaba en la previa: el avance de la extrema derecha, expresado por Javier Milei y José Luis Espert, es un fenómeno político en crecimiento. Con un discurso reaccionario en lo social, ultraliberal en lo económico y refundador del sistema político -simbolizado en “la casta”-, muchos se preguntan por el potencial de crecimiento de este movimiento y cuán riesgoso es para una democracia que todavía parece sólida comparada con buena parte de los países de la región.
Sobre la capacidad de crecimiento de estas fuerzas, podría decirse que hay dos miradas, una más optimista y otra más pesimistas. La primera -más optimista- sostiene que las reglas y costumbres del sistema político limitan la nacionalización de pequeñas fuerzas y en base a ello confía en que el fenómeno Milei terminará siendo algo pasajero, circunscripto a la ciudad de Buenos Aires y alrededores (como fue en su momento, aunque por izquierda, Luis Zamora o Pino Solanas). Siguiendo esta lógica, la derecha libertaria será finalmente absorbida y diluida por Juntos por el Cambio o, en todo caso, quedará como una fuerza minoritaria sin alcance nacional.
La otra mirada -más pesimista- plantea que no hay ingeniería electoral ni partidaria que pueda contener la marea liberal-conservadora. Argumentos no faltan. Fundamentalmente, la irrupción de figuras como Milei se da en el marco de un proceso global de crecimiento de la extrema derecha, con epicentro en los países de Occidente. Donald Trump o Jair Bolsonaro son tal vez los exponentes más notorios, pero en Europa este tipo de movimientos y partidos ya son parte habitual del ecosistema político. Incluso allí se puede hablar de viejas-nuevas derechas, como el Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia.
Como es de esperar, América Latina no está ajena a esta tendencia global. Con particularidades regionales y nacionales, la extrema derecha avanza en la región, motorizada por un escenario de crisis socioeconómica y de desapego de la ciudadanía hacia los actores políticos tradicionales. Desde países pequeños de América Central, como El Salvador, pasando por países-continente con economías globalizadas, como es el caso de Brasil, estos movimientos se expanden y con ellos lo hacen sus programas anti-diversidad sexual, anti-izquierdas, negacionistas respecto del cambio climático y nostálgicos de las dictaduras militares. Este último punto es un tema alarmante a tener en cuenta para la estabilidad de la democracia. Si miramos a nuestros vecinos del Cono Sur, Brasil tiene un presidente que reivindica la dictadura militar de 1964. En Uruguay, Guido Manini Ríos, exjefe del ejército y actual líder del partido Cabildo Abierto que integra la coalición gobernante, niega las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura. Y en Chile, el candidato presidencial que lidera las encuestas, José Antonio Kast, reivindica el régimen de Pinochet. En Argentina, Milei se asume como seguidor de Trump y Bolsonaro y su compañera de lista Victoria Villarruel (electa diputada), relativiza el terrorismo de Estado perpetrado por la dictadura del 76.
De igual forma, hay que señalar que el carácter el global de estos movimientos -y, por ende, su potencial crecimiento- no está dado solo por su presencia en diversos países o por compartir determinados programas, sino también por la conformación cada vez más notoria de entramados y redes internacionales. Desde financiamientos -muchas veces vedados- de fundaciones norteamericanas o europeas, hasta la conformación de foros internacionales desde los que se coordinan acciones conjuntas. Un ejemplo emblemático es el Foro de Madrid, un instrumento impulsado por el partido de ultraderecha española Vox para combatir el comunismo en Iberoamérica y que cuenta entre sus adherentes a figuras como Eduardo Bolsonaro, Keiko Fujimori, Kast, Espert,Milei y Villarruel.
No hay que medir el impacto de esta fuerza en términos meramente institucionales. Es decir, si obtienen pocas o muchas bancas en el congreso o si llegan al gobierno nacional. Su influencia ya se está haciendo notar, al instalar agendas y contenidos en el debate público que luego son tomados por otras fuerzas políticas. María Eugenia Vidal y su propuesta de campaña de “no subir más impuestos” o el auge de los discursos militaristas en torno a la seguridad (armar a la población, militarizar la seguridad pública) son indicadores sintomáticos de este corrimiento hacia la derecha del debate público en Argentina.