El componente migratorio es un rasgo constitutivo de nuestra identidad nacional. La historia de nuestro país es rica en estos procesos. Migraciones desde otros continentes, desde distintos puntos de nuestra América, desde países limítrofes y también entre provincias fueron determinantes para el desplazamiento de poblaciones rurales a los grandes centros urbanos.

La lucha por el territorio enmarca todo el proceso histórico de su configuración y, si bien la concentración de la tierra en manos de las grandes corporaciones viene creciendo aceleradamente, también vienen creciendo, con otro ritmo pero a paso firme, las redes comunitarias que se nutren de tradiciones ancestrales.

La regulación estatal resultó clave a la hora de fijar pautas que den un marco de integración a los procesos migrantes. El 17 de diciembre de 2003 se sancionó en nuestro país la Ley 25.871, conocida como Ley de Migraciones, que facilita las radicaciones regulares, otorga residencia temporaria, garantiza la reagrupación familiar y el acceso igualitario a la educación y a la salud. Esta norma significó un cambio profundo en la perspectiva del migrante como sujeto de derecho y constituyó el primer antecedente de este nuevo siglo de una política migratoria con la integración en el horizonte.

“Soy migrante. No sé si esa será mi identidad, porque tengo mi nombre y mi apellido, pero sí, en Argentina la mayoría somos migrantes” cuenta Beimar Condorí Bejarano, nacido en Potosí, Bolivia, cuando el país hermano todavía no era un estado plurinacional. “Yo me siento hijo nativo de los Incas, así me reconozco; nosotros estábamos acá, en América, mis ancestros estaban acá y han sido masacrados. Han sido ultrajados, les quitaron su tierra, acá en Argentina y en Bolivia también… Hay que refrescar la memoria”, agrega.

El caso de Beimar es emblemático porque, además de haber migrado desde su país, en su vida debió encarar muchas otras búsquedas: “En Argentina conozco todas las provincias, trabajé cosechando uva en Mendoza, anduve también arrancando zanahoria en Tucumán, costeando el limón, plantando tabaco en Jujuy, después me fui a Bahía Blanca a costear cebolla y también a otras provincias. Trabajé con ingenieros agrónomos, he aprendido mucho de ellos. Primero no fue tan fácil, trabajé como peón, después me liberé. Ahora trabajo en Buenos Aires”, describe.

La trayectoria de Beimar es similar a la de muchas familias trabajadoras de la tierra. De hecho, con su experiencia a cuestas, el hombre se convirtió en referente de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) en el norte de la provincia de Buenos Aires, donde actualmente vive y produce. Después de tanto migrar, asume con orgullo la posibilidad de volver a nacer acá o allá: “Aquí estamos construyendo esa familia, ese compañerismo, esa militancia. Yo la verdad que nunca pertenecí a una organización así. Yo siento que un poco nací acá y seguramente hasta morirme voy a estar acá, en la UTT”, explica.

Su identidad migrante va de la mano del trabajo de la tierra, algo por lo que también siente orgullo: “Antes, nadie sabía quién estaba atrás de esas frutas, de esas verduras ricas, quiénes hacían el trabajo. Y éramos nosotros, los campesinos. Hay mucho sacrificio hasta llegar al mercado, y todo eso ahora lo hemos hecho ver. Yo seguramente me iré, pero mis hijos van a continuar… Eso es lo que estamos haciendo: el futuro para nuestros hijos”.

Pero no todo fue grato. A lo largo de su vida, la discriminación también acompañó su trashumancia: “Es probable que a algunos no les guste que seamos más morochos, pero bueno, cuando uno nace en una tierra, es de esa tierra. Yo nací en Bolivia y soy boliviano, me siento boliviano. Mis hijos se sienten argentinos, estudian acá, crecieron acá. Por eso, estudiar la historia es importante: a nuestros ancestros los hacían trabajar como esclavos, a palo y garrote. Muchos dijimos que nunca más íbamos a permitir eso, por eso hemos estudiado y conocemos nuestros derechos”, concluye.