No se si él vio Argentina, 1985. Ella sí. Y no: fue a una función y se sentó en una butaca de primera fila pero está ciega desde hace unos años.
Supe de él una tarde, en la capilla de Retiro que levantó el Padre Carlos Mugica hace medio siglo. Hoy descansan allí los restos del sacerdote y el barrio lleva su nombre pese a la insistencia con la cifra. Para muchos sigue siendo «la villa 31». También para el hombre, creo.
Llegó sin estridencias, a paso lento, y se puso a mirar. Pantalón de jean y camisa, mocasines. Todo gastado dignamente por el paso de los años, postal ligeramente desteñida, impiedad de las segundas marcas. Su edad, otra cifra: calculo unos 70. Parecía un vecino del barrio. Y también un llegado después de subirse a dos colectivos o más.
Miró la tumba del asesinado por la Triple A. Repasó los nombres de las placas que recuerdan a otras y otros caídos. Volvió a leer. A su lado revoloteaban pibes y pibas que acaso eran como los que un día cualquiera de 1977 tomaban ahí mate cocido, jugaban a la escondida y hacían ronda y la tarea con Gustavo Cortiñas, hijo de Nora.
«¿Usted lo conoció a Mugica»?, dijo. Es una pregunta frecuente y hasta dulce de escuchar. Pero su tono era otro. «¿Conoce a a los que trabajaron con él?», agregó. No llegué a hablarle de Rodolfo Ricciardelli ni de Pichi Meisegeier, curitas compañeros de Carlos. Tampoco de Tapia y su comedor. Porque él tenía un dolor que quemaba. «Quiero saber de mi hermano. ¿Usted no lo conoció? Vivía acá, trabajaba con Mugica. Cuando lo mataron siguió. Tenía un grupo. Y desapareció. Quiero decir (como si lo necesitara aclarar) que nunca más supimos de él. Dicen que lo vieron cuando la policía subió a un montón de gente de la villa a un colectivo. Y ahí perdimos el rastro. No tengo alguien que me diga algo, nadie habla ni cuenta». El resto de la charla se fue entre teléfonos y mails cruzados, puentes precarios con el ayer y la sombra sobre la cifra. Treinta mil.
Ella predica el pasado como semilla, la memoria para mañana. Esa manía de dejar constancia («dar testimonio en tiempos difíciles») que honró durante 40 años como periodista en la agencia de noticias ANSA. Habla del miedo, se aleja con ternura del heroísmo y la épica, construye con su historia el valor de la lucha colectiva. Su abuelo fue víctima del Holocausto. Su hija Franca fue tirada viva al mar a los 19 años, una noche entre julio y agosto de 1976. Contado así parece un boletín de noticias o un parte médico. Es una vida de resiliencia y una fe tenaz. Con sus momentos de tinieblas, largas tinieblas, que sin embargo no pudieron quitarle el baño de luna a su sonrisa. El Sindicato de Prensa de Buenos Aires bautizó con su nombre el Archivo de Periodistxs Desaparecidxs y Asesinadxs por el Terrorismo de Estado. Y la declaró secretaria honoraria de Derechos Humanos. En el taxi hasta el homenaje hablamos de mis hijas y la suya, de la construcción del bien común siempre y en todo lugar, de los monstruos que siguen sembrando odio y mentiras.
Le conté del hombre que aun buscaba a su hermano en el Barrio Mugica.
Vera Vigevani de Jarach asintió sin decir nada. Y dijo después: «Todavía nos preguntan sin son 30.000. Hay que preguntarse si no son más».«