Ana Acuña es oriunda de Famaillá, Tucumán. Durante toda su vida militó en diferentes organizaciones, ya en democracia trabajó fuertemente desde el sindicalismo. Durante el terrorismo de Estado su familia fue muy perseguida. Ella, su hermano y su padre son sobrevivientes de la Escuelita de Famaillá.
Ana se acomoda en la silla de madera. Es una silla dura, no está preparada para sostener a un cuerpo por casi tres horas. A la silla, sin embargo, la eligió ella. No porque fuera incómoda sino porque estaba lejos de su casa, donde no está lista para contar esta historia. Esa silla con el almohadón verde finito en la oficina naranja de Andhes (Abogados y Abogadas del NOA en DDHH y Estudios Sociales) es el lugar donde relatará algunas cosas que no le confió nunca a nadie.
Ana tiene setenta y un años pero no se le notan. Usa pelo cortito y disimula las canas con un color caoba que combina con sus ojos. Las arrugas invaden tímidamente su rostro, como si no quisieran delatar la edad. La vitalidad, el espíritu alegre y la risa suelta le hacen frente al peso de un pasado lleno de dolor. No me arrepiento de nada, repite con orgullo.
Han pasado cuarenta años desde el terrorismo de Estado en Argentina y las fechas y nombres se vuelven borrosos, se cruzan sucesos en el tiempo. El mundo ha cambiado. Famaillá, ese pueblo que la vio nacer, hoy esconde las cenizas de un pasado turbulento entre monumentos extravagantes. La chimenea del ex ingenio Nueva Baviera lleva cincuenta años sin humear y todavía sigue en pie, desarmada en el interior de casas de barrio sin planificación urbana. La galería de la veneración, las réplicas de la Casa Histórica y del Cabildo esperan sobre la ruta 38 a los turistas desprevenidos que no tienen idea de que en esa ciudad se fundó el primer Centro Clandestino de Detención y Exterminio del país: la Escuelita de Famaillá.
Ana llora en tres momentos. El primero por traer a la memoria el hambre que generó el cierre de los Ingenios azucareros en Tucumán, allá por los años sesenta. Mi mamá nos tejía zapatos con bolsas de azúcar para ir a la escuela, recuerda. Todavía le pesa el dolor de estómago que sentían porque no tenían para comer; la solidaridad de la gente empobrecida; el éxodo de las familias en el pueblo. Aunque era joven, se acuerda bien de las ollas populares del barrio, donde cada vecino donaba una papa o una cebolla para todos. Y después la organización, después seguir a Juan de la Cruz Olmos quien levantó la lucha de la comunidad. Ahí le brillan los ojos. Su mamá fue la primera en alistarse tras él, la primera con una fuerte vocación de lucha. A ella la siguieron todos, una familia completa, padre, hermanos, cuñadas, todos militantes. Una casa que desbordaba; la casa materna era el lugar de reuniones, el centro de la vida política de Famaillá.
La alegría de esos años se mezcla rápidamente con la amargura. La bomba en la casa de Juan de la Cruz Olmos, el secuestro de su padre y de su hermano, su propio secuestro. Pero no es ese dolor lo que la hace llorar por segunda vez. Es la ausencia de sus compañeros. La Gringa, el Negro, la Gorda, el Chileno, Llamarada, Paco, Anahí. Quedar sola, sin saber nada, incomunicada por tanto tiempo y con tantas ganas de luchar. Ya en democracia, en los primeros años de ronda por la plaza Independencia, se encontró con la foto de un compañero en los brazos de un desconocido. Con miedo se acercó a preguntar y le contaron que el Negro Germán estaba vivo, que se había escapado a Buenos Aires. Años después se enteró de que lo habían matado en Santa Fe.
La tercera lágrima viene cuando recuerda el terror. Hacía varios meses que se llevaban sistemáticamente secuestrados a su hermano y su padre y después los soltaban. Cada vez que los liberaban Ana tenía que arrastrar a su papá al hospital: los golpes, la picana, la venda y el hambre casi lo matan. Ella se apostaba con su tía en las afueras de la Escuelita de Famaillá y esperaba alguna noticia de su familia. Su mamá había tenido que exiliarse a Buenos Aires porque la buscaban para matarla. Un día los vecinos le trajeron rumores terribles. Hoy lo llevan a tu hermano para tirarlo al monte, le dijeron.
Vigilando en la entrada, a través de la tela metálica, Ana lo reconoció por la remera roja.Su hermano Carlos, vendado y atado, hacía fila junto a otras personas frente a un helicóptero. No lo pensó ni un segundo y se abalanzó gritando, desesperada. ¡Se lo llevan a mi hermano, es mi hermano, lo llevan para matarlo!. Sólo recuerda unas manos gigantes y una fuerza bruta que le apretaron el cuerpo y la arrojaron en una oficina de la entrada de La Escuelita. Le cuesta hablar.Nunca contó esto. Ni a su marido, ni a su hermano, a ese hermano al que le salvó la vida. Por vergüenza enterró durante cuarenta años las cosas que le dijeron y que le hicieron esa tarde. No tenés que tener vergüenza, vergüenza tienen que sentir ellos, le dijo hace poco Silvia Sandoval, psicóloga del Equipo de Acompañamiento de Víctimas del terrorismo de Estado. Cuando la liberaron, luego de unas cinco horas, su tía fue la única que se dio cuenta de lo que había pasado. Tenía la ropa desgarrada y golpes en todo el cuerpo. La llevó a su casa. La bañó. Soy una mujer pudorosa y lo que ellos dijeron, lo que hicieron… la voz se le corta tratando de cubrirse la piel con palabras. A mi papá y a mi hermano les quedaron secuelas en el cuerpo, a mí en el alma.
Ana Daneri es periodista y coordinadora de Memoria, Verdad y Justicia en ANDHES (Abogados y Abogadas del NOA en Derechos Humanos y Estudios Sociales)