Cuando empezó el gobierno de Cambiemos, un joven funcionario pidió un deseo invocando la sombra de Roosevelt en un tweet que decía «ojalá Macri traicione a su clase». Ya sabíamos qué clase, aunque no podemos dar por hecho qué significa exactamente esa traición antimonopólica proyectada en la efigie de Macri. Un argumento podría ser sencillo: «Traicionalos vos porque, ¿sabés por qué son una clase? Porque te van a traicionar ellos.» En estos días se supo que frente al conflicto por el cierre de una planta de la empresa PepsiCo, el malestar del propio gobierno se tradujo en esos mismos términos: se sienten traicionados por compañías, empresas multinacionales o empresarios locales que no escatiman medidas antipáticas en tiempos electorales.
A la democracia argentina la gobernaron casi todos: el progresismo radical, el liberalismo peronista, el conservadurismo radical, la ortodoxia peronista, el progresismo peronista y ahora, dicen, lo gobierna «La Clase», «un país atendido por sus dueños». Pero la heterogeneidad de la estructura productiva argentina ni siquiera nos permitiría decir eso con seguridad. ¿Y qué es la clase, cuántas clases? Es común creer en los círculos rojos progresistas que nadie conoce a esa Clase, que los imaginarios literarios o sociológicos que la refieren suelen ser apenas la expresión de un prejuicio. Más cortito entonces: ¿conocés a alguien que liquide sueldos? Empecemos por ahí. Yo tengo un amigo judío
que liquida sueldos en su pyme, y si bien no refleja a la clase en su envergadura imperial, sí el corazón al desnudo de un pequeño medio de producción argentino. Ahí vamos. Siempre que voy a comer a su casa terminamos en una charla a solas. Es parte de una rama de mi familia política que adoro, es un hombre mayor y ya supera los 80 años: un judío laico integrado a la colectividad (de hecho vive en un country de la colectividad). Me contó su historia en la sobremesa: nació pobre, se crió en un barrio porteño, quedó huérfano de padre y como hijo mayor empezó a trabajar; también militó en el comunismo, en ese viejo comunismo barrial argentino, y luego fue armando su propia empresa, vinculada a la construcción. Antiperonista de un modo tan argentino como se puede ser peronista, abrigado en el temor judío de que el General fuera un Hitler criollo, de facón. Difícil, e injusto también, explicarle que no hubo nada menos nazi que Perón, pese al aura falangista de muchos que rodearon al General. Callado, pero de opiniones políticas tajantes, su familia y sus hijos abrazaron el progresismo, y eso lo hace un poco extranjero en su casa. Pero su silencio e incomodidad me produjeron siempre empatía, en cada cena termino al pie de su runrún. Su empresa pequeña, construida de abajo, lo hizo dueño de uno de los recursos retóricos más queridos cuando son ciertos: «a mí no me la contés porque yo la viví». Capitalismo es costumbrismo, lengua barrial y es lo nuevo que sofoca a lo viejo. Todo junto y a la vez. Ese «la viví», la épica de armar una empresa, ser el primer trabajador hasta ser el jefe y pagar sueldos, soportar gobiernos, tipos de cambio, ajustes, aperturas y cierres, crecer y tener una «opinión al respecto», y un círculo aunque sea mínimo donde «lobbyar» esa opinión. Y así se fue abriendo y la empresa dejó de ser solo una empresa para ser una célula del mercado argentino.
Nuestra última charla comenzó con el repaso de su primer viaje a China. «¿Sabés cuándo fui a China por primera vez? En 1984.» China hoy es la muralla que defiende sus ideas, su globalización. Lo dice y se siente pionero. «¿Sabés lo que me sale tener un tipo en el depósito acá?», me dice y detalla. A ciencia cierta, ahora se queja menos porque importa desde China casi todo. Su razonamiento infiere, sí o sí, la dificultad de producir por nuestra clase obrera demasiado humana y digna: el «costo argentino». Un racimo de leyes laborales, derechos, conquistas y costumbres casi irreductibles. Su origen, su infancia sin derechos, lo vuelve un amante de esa naturaleza salvaje. La fascinación por China lo distrae un buen rato, le digo «¿pero cómo viven esos trabajadores allá?». «Están bárbaro», dice sin detalles. Me contó la historia de un «tipo» que conoció en ese 1984, un chino-emprendedor que hoy tiene una fábrica con más de 1500 trabajadores.
Pensar no es generalizar, pensar es no generalizar. Este amigo es uno solo. No compone una narrativa nacional con su éxito, piensa: no creció gracias al país, sino contra el país, a pesar del país. Las esquirlas de su noción de progreso conforman una suerte de antiargentinidad esencialista. Se ama al país pero no a su Estado, se ama la tierra pero no a su gente. Se ama de a uno: a la familia, a un trabajador, al empleado de seguridad, es una Argentina construida contra sí misma, es un american dream criollo, a los ponchazos, cuerpo a cuerpo, bajando de un barco como ganado. Es la épica del argentino a pesar de la Argentina. No es un sistema, no coagula, no es el partido de la Asociación del Rifle, no son nuestros afrikáners aunque tengan la agresividad del desierto: «si a mí nadie me regaló nada, por qué me obligan a regalar a mí». ¿De qué clase es esta clase de personas?
En el recorte de la figura en la charla de cualquier tarde, mi viejo amigo es un burgués pequeño-pequeño que en su lengua solitaria esconde otro de los secretos de la Coca-Cola argentina: del Estado depende, el Estado hace posible, nuestra colectividad, que podamos vivir en una comunidad aceptable. También llega el ruido a cachaca, la marcha de un barrio humilde a 100 metros de ese living desde el que vemos un jardín perfectamente podado. «