La anulación de todas las causas por las que había sido condenado el expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva, sumada a la victoria del “correísmo” en Ecuador y del partido de Evo Morales en Bolivia, reavivó en la Argentina el debate sobre el lawfare, una suerte de “guerra judicial” cuyo objetivo denunciado por quienes la padecen es la eliminación de determinados personajes y fuerzas políticas como alternativas de poder, especialmente en Latinoamérica.
En la Argentina, “es una palabra cuya definición teórica está en plena construcción”, según el fiscal federal Federico Delgado.
Una construcción que se insinúa diferente de la que le dio origen a principios de este siglo como concepto del “uso de la ley como un arma no convencional por los grupos terroristas para enfrentar a un poder superior en términos militares”.
No parece ser esa la definición a la que aluden los líderes de la región. Menos aun la expresión de la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, durante su reciente exposición ante la Cámara Federal de Casación Penal en el marco de la causa conocida como dólar futuro, acaso uno de los ejemplos más claros de la sinrazón judicial vernácula.
Delgado, uno de los personajes más odiados en los tribunales federales de Retiro por sus libros que desnudan una cara conocida (mas no aceptada) del Poder Judicial, reconoce que lo que sale de los tribunales tiene una falla de origen. “Por su baja aceptación general, automáticamente las sentencias son percibidas como arbitrarias”.
La arbitrariedad aparece como una de las caras del lawfare en la Argentina. Pero, según Delgado (autor de los ensayos en formato libro La cara injusta de la Justicia, Injusticia y República de la Impunidad), “la sospecha y la percepción de sentencias arbitrarias es algo diferente a la práctica del lawfare”.
Pese a que el propio Papa Francisco habló sobre el lawfare y alertó sobre su utilización rayana en lo delictivo para influir en procesos políticos, el concepto tiene en la Argentina formatos especiales y característicos que lo hacen singular en un contexto general.
“La práctica del lawfare es otra cosa. Se despliega sobre un contexto de crónica debilidad institucional, que se distingue por la ausencia de un espacio público que impida que el más poderoso doblegue al adversario hasta anularlo si es posible. Ello requiere reconfigurar el funcionamiento de un sector del sistema judicial que comienza a trabajar codo a codo con el Ejecutivo, al que debería controlar. Jueces y fiscales vuelven verosímiles situaciones jurídicas muy opinables y cometen ilegalidades en nombre de la ley”.
Allí aparece una de las facetas distintivas, tal vez por exageración estadística, del modelo argentino de lawfare: la judicialización de la política. Judicialización a granel, a lo bruto. Casi cualquier decisión de gobierno es pasible de ser aprobada o desaprobada, suspendida, pulverizada, declarada inconstitucional, por un juez.
Una sola persona, cuya legitimidad de origen no la da el voto popular, puede frenar la aplicación de una decisión de un gobierno elegido por 13 millones de voluntades expresadas en otros tantos sufragios.
El Poder Judicial pasa así a convertirse en un árbitro incluso más allá de las leyes y su composición pasa a ser una herramienta estratégica de la política. El Poder Judicial no es independiente en la Argentina; no importa cuándo se lea esta aseveración. Hay, claro que sí, jueces independientes. Muchos. El cuestionamiento no apunta a las personas en tanto individuos sino como colectivo.
El fiscal Delgado pone la lupa en “el sistema de designaciones de magistrados, surcado por una combinación de razones de mérito y amiguismo”.
Ese favoritismo, que vulgarmente podría traducirse en “acomodo”, se complementa –según el representante del Ministerio Público– con “la carencia de incentivos para que jueces y fiscales sean leales con la Constitución.
El concepto es escalofriante. En condiciones normales, ningún funcionario público debería necesitar otro “incentivo” para ser leal a la Constitución que el simple patriotismo. Acaso también falte redefinir el concepto de “patria”.
Delgado suma “la baja capacitación técnica” como complemento de la tríada que permeabiliza al Poder Judicial frente al lawfare.
“La práctica del lawfare funciona con tres patas: la necesidad del Ejecutivo, la colaboración de un sector de la Justicia y las empresas de medios que vuelven verosímil lo que es opinable”.
Delgado propone, a modo de ejemplo: “Supongamos que el fiscal acusa a un funcionario de defraudar al Estado porque recibió coimas a cambio de asignar obras públicas a determinadas empresas. Supongamos que el acusado lo niega y que plantea que una pericia demostraría que pagó un precio justo y que no existieron coimas. Supongamos ahora que el juez, de la mano de esas zonas grises de los procedimientos, responde que no es necesaria esa pericia, que es un intento del acusado para perder tiempo y sigue adelante. Supongamos que en esas condiciones el fiscal y el acusado llegan a un juicio oral y que el acusado es condenado”.
Aunque el ejemplo no tiene nombres propios, la analogía con decisiones judiciales recientes parece más que evidente.
La mirada no está puesta en la responsabilidad o no del acusado sino en la deslegitimación de la condena. “De este modo, una situación verosímil –un posible caso de corrupción–, juzgado de manera anómala, es presentado a la sociedad como un acto de justicia contra el flagelo de la corrupción”. Ese es el concepto vernáculo de lawfare.
El fiscal introduce una evaluación novedosa: no se trata solo de una práctica ofensiva para conseguir una condena. “También puede funcionar ‘a la defensiva’. Por ejemplo para anular a los sectores probos de la Justicia que buscan hacer su trabajo con respecto a un funcionario del gobierno. En tal situación, se lo descalifica para minimizar su credibilidad”.
Entendida como una herramienta que corrompe el estado de derecho, el lawfare no es solo un perjuicio para personas. Según Delgado, “suprime la ciudadanía, es un elemento de desciudadanización”. «