La confirmación de un muerto por Avenida de Mayo nos hizo pensar que la cosa iba en serio. Nuestra columna procuraba avanzar por Diagonal Norte en dirección a la Plaza. Un hidrante giraba alrededor del Obelisco y nos arrojaba violentos chorros de agua que nos mantenían a raya, combinados con gases que, así como llegaban, volvían hacia el otro lado de la 9 de Julio. Cuando se acercaba, en un caos relativamente coordinado, lanzábamos piedras que retumbaban sobre los blindados y un repiqueteo metálico musicalizaba el ambiente denso y por momentos festivo, en una especie de asedio mutuo en el que se gana o se pierde por cansancio.
Era el diciembre ardiente del 2001 argentino, un año demasiado caliente que culminaba con más de 30 asesinatos a sangre fría, impulsados por un gobierno al que la crisis había convertido en un artefacto ciego, autista, inútil y peligroso.
Una multitud ocupó las calles para tomar con sus manos el gobierno de sus propios destinos. Después de las rutas, los puentes, los bancos y los supermercados, tanteó la posibilidad de asaltar los cielos.
En lo que creíamos era una exploración táctica clave, nos tocó chequear posibles retiradas. Retroceder por Diagonal hacia el Palacio de Tribunales era una odisea imposible, estaba atestado de uniformados con primacía de los «cabeza de tortuga». La única salida «segura» era por la avenida Corrientes.
Los motoqueros se convirtieron en ruidosos héroes anónimos de aquellas jornadas. Conformaron la guardia de infantería ligera de un ejército juvenil que desplegaba odio plebeyo y ardor combativo. Iban y venían, rescatando manifestantes que estaban en posiciones más avanzadas y necesitaban tomar un poco de aire cuando sus pulmones ya no soportaban los gases. El vértigo de esos viajes cortos se producía al acariciar el borde de la Plaza, que era como alcanzar el centro de gravedad de aquella rebelión extraordinaria e inolvidable para nuestra generación.
Las organizaciones que apostaban a cambios revolucionarios eran pequeñas en esos tiempos y entre todos los interrogantes que nos hacíamos entre corridas, piedrazos y detenciones ilegales a manos de agentes de civil, nos preguntábamos si habíamos llegado demasiado tarde o, quizá, demasiado temprano. Si la famosa «discordancia de los tiempos» entre sujeto e historia nos había jugado, una vez más, una mala pasada.
Todos nuestros estudios previos y las tareas de preparación se ponían a prueba en ese vertiginoso instante donde los años se concentran en días, los días en horas y las horas en minutos decisivos. La «Tesis XI» de Marx sobre Feuerbach nos imponía un mandato: de lo que se trata es de transformarla. Y la transformamos.
¿Era una revuelta, una revolución, un levantamiento inconcluso, una rebelión inútil? Todos interrogantes que se fueron respondiendo y reformulando con la capacidad reflexiva que habilita el tiempo, pero que en ese momento irrumpían como preguntas inquietantes a las que respondíamos con hipótesis provisionales y a veces disparatadas. Nuestro Cordobazo porteño, nuestro Mayo Francés, nuestros días de vino y rosas.
Mientras cambiábamos la historia de este rincón del mundo, también nos transformábamos a nosotros mismos. Algo de eso percibíamos cuando, tras el anuncio de la huida del fantasma que ocupaba la Casa Rosada, nos retiramos por Corrientes mientras un helicóptero sobrevolaba nuestras cabezas con destino incierto.
Nada de lo que sucedió después puede explicarse sin aquel acontecimiento. Hoy todavía se disputa su legado y se intentan apagar los últimos estertores de sus largas llamas. Vinieron los años de meticulosa administración de la crisis, de regreso sigiloso de los que nunca se fueron y que habían sido blanco predilecto del «que se vayan todos», de laboriosa tarea de reconstrucción de la autoridad de un Estado que hoy se siente fuerte, prepotente y hasta con licencia para matar. Y como coronación lógica, está en curso la restauración después de la restauración. La negación de la negación. Es cierto que muchas veces la historia se repite primero como tragedia y después como farsa. Pero otras tantas, se renueva primero como ensayo y luego como superación.
Hoy, cuando se extiende un lamento sobre la supuesta pasividad mansa del pueblo y su presunta tendencia natural a la domesticación e incluso al suicidio colectivo, es válido recordar las acciones de las que es capaz cuando los sufrimientos se tornan excepcionales e inauditos, cuando la acumulación gradual de agravios estalla en un punto insoportable, cuando todo lo que se creía irracional e imposible se vuelve asombrosamente real. Vale la pena conmemorar, como ejercicio de la memoria y como lecciones invalorables, todas aquellas cosas que ganamos en el fuego. «