Quien haya transitado por un centro de vacunación, lo habrá vivido en carne propia. Gente que se saca fotos, que se emociona, familias enteras acompañando, gran expectativa traducida en ojos brillosos y en sonrisas. Un rapto de alborozo entre tanta pesadumbre. La vacuna aporta sosiego.
Quien haya recibido el turno, suele compartir la noticia con esperanza, mandamos fotos, contamos la novedad. Es lo que los sociólogos llaman comunicación horizontal. Trasmitimos el buen trato recibido, el orden, la rapidez, hasta nos enorgullece que nos apliquen tal o cual. Ni qué hablar si la sede es el club por el que penamos o gozamos futbolísticamente. “Se trasmite vesicularmente esa sensación de seguridad”: es una frase de Luis Alberto Quevedo.
Y empezamos a hacer planes. Extraordinario, para los tiempos que corren.
Por supuesto que la experiencia personal no alcanza como estudio sociológico. Así como estas impresiones no tienen gran divulgación en los medios hegemónicos, escasamente proclives a soltar noticias de buen ánimo general. Esa alegría no existe. Allí la vacuna pasó por estadios: de envenenar a ser un negocio, de “soviética” a no haber suficientes, de no ser de Pfizer en una colosal e impúdica maniobra de lobby a la falacia gigante de que siempre las de los otros son más eficaces, que las chinas sí, que no, que las indias no están habilitadas…
¿Qué ocurrirá cuando la campaña se agote, ya desbordada por los millones de brazos pinchados y corazones conformes? ¿Se reconocerá que la Sputnik, a la que Argentina apostó desde un comienzo (luego llegaron otras) pasó a ser considerada de las más seguras del mundo, al punto que Italia y España pelean por adoptarla aun por fuera de la UE? Al menos aquellas portadas no registraron ni en un rincón la alianza estratégica con Rusia para fabricar aquí medio millón de dosis mensuales. De eso no se habla.
Tampoco de los informes serios que se refieren a que mayoritariamente la población del AMBA tiene la percepción de que la pandemia sí es grave, no minimiza los contagios ni la muerte y tampoco los efectos secundarios que tendrá. Así como es fuerte la aceptación de la importancia de las restricciones y en menor medida del acatamiento. Tal vez leyendo el informe que se publica en la página 3 de esta edición se modifique esa idea. O sigan en el haz lo que yo digo y no lo que yo hago, muy habitual de nuestra sociedad, aun cuando sea solo un grupo minúsculo el que elige las transgresiones importantes.
Es cierto que no estamos en el mejor de los mundos. Ni que lo estaremos en un futuro cercano aun cuando se mantenga el ritmo enérgico de obtención de vacunas y de vacunados. Es cierto que cuesta no normalizar las cifras de contagiados todavía arriba de decenas de miles diarios. Y que es lascerante que los muertos en Argentina se sigan contando de a quinientos.
Es cierto que sería una necedad augurar mejoras abruptas. Seguro que por mucho tiempo, mientras miremos buena parte de las tapas de los diarios nos seguiremos espantando. Por la pandemia, por la economía, por tantos males que nos aquejan. Aunque una gran porción de la población, ojalá vacunada, habrá mantenido su salud, su vida, su posibilidad de alegría.