El primer signo sonoro del caso fue telefónico:
–Martín, soy Nina, apurate, corré para acá. Tus padres están muertos en el garaje, dentro del auto. Dale, Martín. Por favor, apurate…
“Nina”, de 64 años, era María Ninfa Aquino, la empleada doméstica de los difuntos, José Enrique Del Río, de 74, y Mercedes Alonso, de 72, mientras que su interlocutor era Martín Santiago del Río, de 48.
–¡Hola, Nina! ¿Qué pasó? Me hablás tan rápido que no te entendí.
Ella entonces repitió la truculenta novedad.
El segundo signo sonoro del caso fue una llamada de Martín al 911:
–¿Cómo estás?– fue el saludo que le dispensó al operador, antes de ir al grano– Mirá, la mucama de mis padres me está diciendo que hay un problema en la casa de ellos.
Así sintetizó la información proporcionada por Nina.
Tras cortar, volvió a comunicarse con ella.
–Llamé a la policía. Ya están yendo. Yo también, a paso de hombre. Pero estoy yendo.
¿Acaso esa templanza era la de alguien que, de modo súbito, acababa de enterarse de su orfandad?
Corría la tarde del 24 de agosto de 2022.
Nina fue detenida, después de que el hijo de las víctimas, entre sollozos, sembrara sospechas sobre ella.
Resulta curioso que los sabuesos de La Bonaerense creyeran realmente que esa mujer las obligó a subirse al vehículo para liquidarlas a quemarropa con una pistola Bersa calibre 9 milímetros.
La pobre se comió un “garrón” de casi dos semanas tras las rejas. En ese lapso, el asunto sólo había ocupado un módico sitio en la prensa.
Sin embargo, el giro de su carátula en “doble parricidio”, una calificación que resume un delito entre bíblico y freudiano, supo vigorizar el morbo colectivo, mientras el doliente vástago terminaba en la Unidad Penal de San Martín.
A continuación, esta trama cayó al olvido.
Ahora, luego de dos años y cinco meses, el jurado popular que actuó en el Tribunal Oral N° 7 de San Isidro acaba de declararlo culpable.
Pero vayamos por partes, ya que en las hendijas de este hecho se desliza una historia previa que merecer ser explorada.
La sonrisa de papá
“Entramos y después vemos”. ¿Cuándo habría sido la primera vez que Martín escuchó decir esa frase al papá?
Lo cierto es que, en boca de don José Enrique, aquellas palabras eran su latiguillo cada vez que estaba ante un negocio atractivo, aunque por encima de su capacidad de inversión.
No menos cierto es que su hijo menor –nacido en 1975– las hizo suyas. Y para él, más que una estrategia comercial, fueron su filosofía de vida.
Ya a finales de los ’80, los Del Río vivían en la casona situada sobre la calle Francisco de Melo, de Vicente López. Un buen lugar para un self made man. Así solía definirse José Enrique, un abogado que se había costeado los estudios universitarios con su sueldo de cabo en la Policía Federal durante la última dictadura. Sin embargo, no fue el ejercicio del Derecho la fuente de su vertiginosa movilidad económica sino ciertas transacciones inmobiliarias y la compra de garajes y playones para estacionar.
Un día le confió a Martín la clave de su éxito:
–¿Sabés, pibe? Cada vez hay más autos en la calle y la gente va a tener que estacionarlos en algún lado. Los garajes son el negocio del futuro.
El “pibe” también se apropió de ese concepto. Y ya en su adolescencia lo repetía en los recreos del Colegio Manuel Belgrano, de los curas maristas, donde –junto con Diego, su hermano mayor– recibió una esmerada educación.
“Pato” –como lo llamaban por su manera de caminar– era un estudiante aplicado, muy retraído y entrado en carnes, que ya por entonces calzaba gafas con mucho aumento. Un aspecto –diríase– algo vulnerable. Pero él no tenía ninguna duda sobre su futuro.
–De acá en más me voy a dedicar a los negocios familiares – les confió a sus condiscípulos al recibir el diploma de bachiller.
Ahora se puede afirmar que se excedió en la práctica de esa vocación.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
“Papucho” –tal como él le decía a José Enrique hasta momentos antes de enviarlo al Más Allá– lo había cincelado a su imagen y semejanza, como si fuera una réplica en miniatura de su ser. Eso incluía hasta su hobby preferido: coleccionar automóviles Mercedes Benz. Juntos llegaron a tener diez modelos distintos de esa marca en alguno de sus garajes.
Doña Mercedes, a pesar de ser muy ahorrativa, veía con beneplácito esa simpática pasión que tanto entusiasmaba al benjamín de la familia,
Ella lo consentía en todo. Pero el Edipo de Martín era con el padre.
Entre ambos había una comunión desmesurada. Un vínculo que llegó a ser simbiótico. Un lazo sublimado por la compulsión hacia los negocios raros y un amor incondicional por el dinero.
En 2003, Martín contrajo enlace con Cecilia Sánchez. El novio ya tenía 28 años (la misma edad que José Enrique al desposar a Mercedes). La novia, de 26, ya estaba embarazada del primero de los dos hijos que tendrían.
El flamante matrimonio fijó residencia en el barrio Barrancas del Lago, de Nordelta. Pero él pasaba gran parte del día con “Papucho”, articulando toda clase de tranzas.
Cada nuevo triunfo comercial era festejado por ellos como una hazaña deportiva. Pero no eran socios. Martín era el escudero del papá, administraba sus bienes, lo representaba ante terceros y su opinión influía en las decisiones que debía tomar el anciano. Pero don José Enrique jamás puso nada a nombre del hijo. Notable.
En este punto vale evocar un regalo que Martín recibió de él al cumplir la mayoría de edad: una pistola Bersa calibre 9 milímetros.
En su envoltorio había una tarjeta con la siguiente inscripción: “No me desenfundes sin razón; no me enfundes sin honor”.
El falsario
Luego de ser detenido, Martín Santiago del Río soltó en su indagatoria:
–Mi padre no era muy ético en los negocios.
No dijo más al respecto.
Lo cierto es que él heredó alguno de sus defectos: José Enrique no era muy de honrar sus deudas.
La ambición sin límites que supo inyectarle a Martín ya se vislumbraba en su paso por el Colegio Manuel Belgrano. Lo prueba un fragmento del texto que figura, debajo de su imagen, en el anuario de 1993: “Consigue todo lo que quiere por derecha o por izquierda (generalmente por izquierda)”. Y el remate, en perspectiva, suena escalofriante: “Pato es el niño perfecto que todas madres desearían tener”.
En esta frase, redactada de modo colectivo, ya se deslizaba la ambigüedad de este falsario polimorfo.
Durante casi siete lustros, su existencia fue una impostura animada con toda clase de estafas y defraudaciones.
Eso, por ejemplo, lo descubriría en forma tardía la señora Paula Coquiara, una asesora inmobiliaria de la empresa Re/Max, quien lo había conocido a raíz de algún negocio del ramo, y que se convirtió en su amante.
La cuestión es que, mientras –lógicamente– Martín ocultaba tal relación ante su esposa, a ella le decía que estaba divorciado.
El tipo timaba a dos puntas. Es que la construcción sistemática del engaño era como un arte para él.
Más allá del impacto extremo e inconmensurable que causó en el seno familiar el asesinato de sus padres, las revelaciones sobre su doble vida –los embustes, los adulterios, las deudas y las trapisondas– se desplomaron sobre el hermano, la esposa, los hijos, la amante y otros allegados, con el mismo peso que una gigantesca roca sobre el océano.
Martín había llevado hasta las últimas consecuencias eso de “entramos y después vemos”. Así se metió en un laberinto sin salida.
Su última gesta fue haberle birlado a “Papucho” la suma de 1.700.000 dólares con la inexistente compra de un departamento en el exclusivo Chateau Libertador, de Núñez. Sus padres querían mudarse allí de inmediato.
Pero Martín, para postergar el asunto, esgrimía una excusa tras otra. Y José Enrique había empezado a desconfiar.
Ya el 10 de agosto –según un mensaje de WhatsApp–, Martín adujo un retraso de la mudadora Verga Hermanos.
José Enrique, ya muy impaciente, respondió:
–Bue, ¿qué vas a hacer? Esperemos que terminen pronto. Porque si no, parece el cuento de Caperucita esto.
Martín, día por día y, luego, hora por hora, supo retrasar la mudanza con otras tantas fantasías argumentales. Así se llegó al 24 de agosto.
Para ese hombre, el tiempo ya se había agotado.
Aquel día, sus padres esperaban al camión de mudanzas. En cambio, fue él quien llegó a la casona de Vicente López.
A los pocos minutos, la pistola Bersa intervino en esta trama.
El último acto
El 9 de diciembre pasado empezó el juicio a Martín Del Río, un acontecimiento transmitido por todas las señales televisivas de noticias.
Había que verlo en el banquillo, siempre con la misma chomba colorada, siempre con una expresión distendida, cómo si en realidad fuera el protagonista de una comedia de enredos a punto de aclararse.
La sala del Tribunal Oral N° 7 parecía la escenografía de esa obra teatral. El jurado popular (compuesto por 12 ciudadanos), robustecía tal impresión. Y el desfile de testigos no tuvo desperdicios.
Más allá de que las pruebas en contra de Del Río fueran lapidarias, sus testimonios trazaron un relato coral que puso al descubierto su alma.
Su morfología, en rigor, era el gran misterio del caso.
Entre todos los declarantes hubo un denominador común: el estupor ante el hecho de que el temperamento simpático, amable y criterioso de aquel sujeto les haya impedido ver lo que verdaderamente era: un frío asesino.
Al escucharlos, él parecía disfrutar de su eficacia para la simulación. Su gestualidad, entre pícara y orgullosa, daba cuenta de ello.
Así, con tal estoicismo, fue asimilando los peores calificativos de quienes fueron sus allegados, tanto de su vida privada como del mundo de los negocios.
Pero entre estos últimos hubo un empresario que dijo no haber cerrado a último momento un trato con él, al intuir que era un “garca”.
Tal adjetivo, súbitamente, lo desestabilizó, al punto de palidecer mientras empezaba a transpirar copiosamente. Pero se recompuso de inmediato.
El viernes 13, durante la última audiencia, declamó sus últimas palabras antes del veredicto. Lo hizo, micrófono en mano, dirigiéndose a los presentes con la actitud de un vendedor de automóviles usados.
–Buenos días para todos –fue su arranque.
Y tras un estudiado silencio, desgranó:
–Les quiero decir que soy completamente inocente. Amo a mis padres. Los extraño muchísimo. Rezo por ellos. Y quiero que la fiscalía pruebe quiénes han sido sus verdaderos asesinos. Muchas gracias a todos.
Tal vez aguardara un aplauso que no llegó.
Ya se sabe que, al rato, Martín del Río fue condenado a perpetuidad. «