¿Qué pasó realmente con el comisario Mariano Valdéz, el otrora poderoso jefe de la Policía Federal en Santa Fe, quien fuera baleado y después detenido por razones aún imprecisas?
Tras el incidente que le ocasionó un tiro en un brazo y otro en la ingle (atribuido al principio –según sus dichos– al ataque de cuatro encapuchados desde una camioneta, en el puente de acceso a Villa Constitución), la ministra Patricia Bullrich calificó lo ocurrido como «un ajuste mafioso». Pero luego, al suponerse que la agresión fue en la cabina del vehículo (atribuida, por lo tanto, a la acompañante del comisario, la suboficial Rosana González, por motivos pasionales), la ministra sostuvo que Valdéz es «un mentiroso disfrazado de policía». Ahora, con Valdez ya en «disponibilidad» y bajo arresto preventivo, prevalece la creencia –en base a un testimonio tardío de González– de que él se bajó del auto para dialogar con los ocupantes –no encapuchados– de la citada camioneta, y que dicha discusión terminó a los tiros. Ante el inesperado giro de los acontecimientos, esta vez Bullrich se replegó en el silencio.
Cabe destacar que este episodio tampoco dejó indemne al segundo jefe de la PFA en esa provincia, el subcomisario Alberto Bellagio, quien también fue desafectado y puesto tras las rejas. El tipo habría intentado «empiojar» la pesquisa retirando a hurtadillas un bolso de Valdéz que había quedado en el baúl del Focus. Ese bolso fue luego recuperado en un allanamiento.
A prima facie se podría interpretar que la experiencia santafesina de la ministra con esa fuerza de seguridad estuvo signada por el infortunio.
Bien vale retroceder a mayo del año en curso En aquel entonces Valdéz efectuaba su triunfal arribo a Santa Fe, mientras su antecesor, el comisario Marcelo Lepwalts, ya languidecía en un calabozo, procesado por los delitos de «falsedad ideológica, sustracción de elementos probatorios, encubrimiento y tenencia de estupefacientes». Tres efectivos de su máxima confianza habían corrido la misma suerte.
La delegación provincial de la PFA acababa de ser allanada. En el baño de una oficina se descubrieron 88 bochitas de cocaína sin su correspondiente cadena de custodia. Pertenecían a Guillermo Kernc, un narco detenido, con el cual Lepwalts y sus muchachos negociaban su «excarcelación extrajudicial». Por lo pronto, los captores ya le habían devuelto –a cambio de un pago– el teléfono celular donde anotaba sus operaciones comerciales.
En paralelo, también fueron detenidos otros dos suboficiales de aquella delegación. Se los acusaba de encubrir a tres dealers (identificados como «La Pulga», «Casco» y «Chancha» Cardozo), con quienes fueron filmados en sus propios kioscos al negociar pagos mensuales para seguir existiendo.
Apenas se trataba del signo visible de una red de recaudación delictiva controlada por la PFA y extendida a través de varias provincias.
Hay un detalle que robustece la hipótesis. Tres de los policías arrestados (el oficial inspector Cristián Bogetti, el cabo primero Lucas Bustos y el cabo Darío Duarte) venían de prestar servicios en la delegación Córdoba de la PFA, hasta que, en 2017, fueron puestos en disponibilidad por su convivencia con narcos locales. Los sumarios y expedientes contra ellos fueron cajoneados antes de disponerse su traslado a Santa Fe para seguir juntos y abocados en la misma especialidad.
Desde una perspectiva general, el módico martirio del comisario Valdéz dejó a la intemperie el fraude macrista en la presunta guerra contra las drogas y también revela su verdadero lazo con las fuerzas de seguridad, cifrado en el siguiente pacto: demagogia punitiva a cambio de vista gorda con los negocios sucios de los uniformados. O sea, autogobierno policial en estado puro.
Lo cierto es que la complicidad orgánica entre las autoridades civiles y las mazorcas bajo su órbita también incluye «arreglos» –al efecto de objetivos políticos y/o económicos– con las mafias que dicen combatir.
Al respecto conviene evocar un ilustrativo ejemplo.
Era febrero de 2018 cuando Ramón Machuca (a) «Monchi», un líder del clan narco de Los Monos, de Rosario, departía en el locutorio de la Alcaidía del Centro de Justicia Penal (donde fue alojado durante el juicio a esa banda) con un sujeto menudo, de traje gris y ojos centelleantes.
Este, a boca de jarro, le dijo:
–Te van a dar 37 años por la cabeza. Y te van a armar una causa federal. Acordate de lo que te digo.
El Monchi lo miraba de soslayo, sin pronunciar palabra alguna.
Aquel hombrecillo había llegado a él a través de Lorena Verdún, viuda del «Pájaro» Cantero, el fallecido jefe de dicha organización. Y fijo pertenecer al Ministerio de Seguridad, dándose dique por su cercanía con Bullrich.
En rigor, pretendía averiguar el paradero de 50 millones de dólares que –supuestamente– Monchi tendría a buen resguardo en algún «embute». Pero también le soltó una propuesta indecente: efectuar tareas de espionaje desde la cárcel (entre estas, una cámara oculta) para involucrar con el narcotráfico al gobierno provincial de Miguel Lifschitz.
Semanas después Monchi se acordaría del visitante, cuando el Tribunal de Sentencia Nº 1 lo condenó a 37 años de prisión, mientras en el fuero federal se le iniciaba otra causa.
El tipo era el agente polimorfo Sebastián D’Alessio. Y en poder del juez de Dolores, Alejo Ramos Padilla, hay suficientes elementos probatorios de las comunicaciones por teléfono y WathsApp entre Bullrich y él, referidos a sus gestiones para direccionar a Monchi hacia ciertos intereses de la gestión.
Claro que ahora la reciente detención del comisario Valdéz le agrega a este cúmulo de disfunciones institucionales otra posible razón de zozobra. De hecho, en algunos despachos del ministerio de la calle Gelly y Obes impera un tenso interés por la causa instruida por la jueza rosarina Marisol Uzandizaga. Un expediente que podría convertirse en una caja de Pandora. «