El G20 es una iniciativa del G7, que se creó como consecuencia de la crisis de 1973, que representa el 65% de la riqueza a nivel mundial, que en 1999 decidió construir una mesa más amplia, convocando a otras economías industriales y «emergentes».
Los líderes del mundo se reunieron en Buenos Aires con una agenda repartida en tres ejes: trabajo del futuro, conectividad global y seguridad alimentaria, aunque la Guerra Comercial entre China y Estados Unidos será mucho más relevante.
El conjunto de naciones del G20 representa al poder financiero y se diferencia del grupo reunido en los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), gigantes cuyas enormes poblaciones son mano de obra barata que les permite vender a precios más competitivos en el mercado mundial. El G20 suma el 85% del PIB global, el 80% de las inversiones globales, el 75% del comercio y el 66% de la población. Los consensos que se logran no son vinculantes: mucho más diálogo que acción.
Más cerca, el Mercosur se encuentra en crisis tras la victoria de Jair Bolsonaro. Más allá de las fake-news, del desarrollo de un law-fare en el continente, del rol de las iglesias evangélicas, hay una crisis económica y social que viene macerando un sentido de fracaso de las instituciones, un fracaso del ordenamiento político, de los Estados nacionales y de la democracia liberal como instrumento para la resolución de los problemas cotidianos de los pueblos.
En la Argentina se acaba de aprobar un presupuesto de ajuste, un presupuesto que elige convalidar las normativas de déficit cero que promulga el FMI. Es la condición para que cada moneda se destine a retroalimentar el sistema financiero y no a las necesidades primarias de nuestra Argentina real y profunda: la educación, la salud, el aumento a las jubilaciones, las paritarias salariales que velen por los ingresos de trabajadores y trabajadoras, un Estado presente en la protección de mujeres e identidades disidentes que luchan contra la violencia machista.
La gobernabilidad no es un acuerdo entre partidos políticos. La gobernabilidad está dada por las políticas que se impulsan, por las prioridades, por el proyecto político. Los números son claros: 22 mil agentes repartidos en tres anillos, autorización para derribar aviones, noticias sobre detenciones de «enemigos internos». Con semejantes políticas, ¿hay otro modo de reducir las protestas callejeras?
El G20 recomienda, el FMI extorsiona, el gobierno acepta. Lejísimo de nuestras calles, de nuestros barrios, de las mesas donde cada vez hay menos alimentos, en la zona más rica de la Ciudad, se debate sobre política económica, financiera, climática, comercial, de empleo y de desarrollo. Se debate sobre los flujos migratorios y de refugiados, la lucha antiterrorista y anticorrupción. No podrán ocultar que hay una crisis del bloque hegemónico. Si bien la ola de gobiernos populares parece alejarse de la región, hay emergentes sociales, como las mujeres, las identidades disidentes y la economía popular, que van perfilando un sujeto con capacidad de organizarse y disputar.
La mano invisible del mercado sólo nos comparte gases, palos y balas de goma. Pero el 2019 está a la vuelta de la esquina y, desde Atlanta, el 27 de noviembre, gritamos que no queremos más «consensos» a nuestras espaldas, no más FMI, no más hambre en América Latina. «