La sucesión suele ser el principal dilema de la política. El peronismo lo viene transitando hace tiempo, luego de los 12 años del ciclo kirchnerista. 

El centro de la discusión se trasladó en las últimas semanas a la disputa por la conducción partidaria del PJ nacional. Sería un error no poner este capítulo dentro de la larga zaga de tensiones que el gobernador bonaerense, Axel Kicillof, tiene con La Cámpora que conduce Máximo Kirchner.

Kicillof había tenido durante meses gestos de respaldo mutuo con el mandatario riojano, Ricardo Quintela, el único que se había presentado para conducir el PJ. El escenario cambió cuando el senador Wado de Pedro lanzó por Twitter la candidatura de Cristina para ese lugar.

Kicillof quiere ser presidente. Lo terminó de mostrar en el multitudinario acto que protagonizó en Berisso por el 17 de octubre. Alguien que quiere ser presidente debe ejercitar niveles de autonomía. La idea de un mandatario actuando como si fuera un ministro que obedece instrucciones no funciona. El gobierno de Alberto Fernández es la prueba. ¿La interna por el PJ es el mejor escenario para desplegar esa autonomía? Es discutible.      

Hay que abordar la tensión de fondo. Kicillof ha comenzado a construir esa proyección con cierta autonomía. No se trata sólo de un acto sino también de una agenda internacional, como los encuentros con el presidente de Brasil, Lula da Silva. Esta autonomía explica en parte la tensión latente.     

Un punto complejo para ambos campamentos: el axelismo y el cristinismo enfrentan el mismo freno. El cristinismo querría que el sucesor surja de la decisión de CFK. Y esa voluntad tiene un límite. La base electoral kirchnerista ya eligió un sucesor y es Axel, siempre que CFK no sea la candidata, por supuesto. Este proceso -casi sociológico-se produjo porque quienes padecen el gobierno brutal de Javier Milei necesitan contar con una luz de esperanza. No pueden esperar los tiempos de la política, el cierre de listas frenético dos semanas antes de la campaña electoral. Precisan un horizonte ahora.

Los límites para el axelismo vienen del mismo lugar. Esa base electoral que quiere a Kicillof como sucesor espera que retome, continúe, renueve, el legado de Cristina; no que se enfrente con ella. Esto le pone límites a los márgenes de autonomía del gobernador. Podrá gustarles o no esta realidad a los dirigentes de ambos campamentos kirchneristas, pero, como diría Perón, “es la única verdad” y no hay manera de esquivarla.

En estos últimos meses todo el campo popular miró con atención la experiencia de México. El éxito del gobierno de Andrés Manuel López Obrador funciona como faro regional. Pero las historias son diferentes. La revolución mexicana, que costó más de un millón y medio de muertos, tenía entre sus banderas la no reelección del presidente. Eso creó un sistema institucional en el que la sucesión es un proceso obligado por la constitución. De ahí surgieron los 70 años del PRI y el famoso “dedazo”. El presidente que se iba elegía al sucesor, pero una vez que dejaba el palacio se despedía de la esfera pública. Pasaban las dos cosas.

El triunfo aplastante de Claudia Sheinbaum fue producto centralmente del éxito de la gestión de AMLO, pero colaboró una sucesión manejada con sabiduría azteca. Argentina no es México. Las culturas no pueden trasladarse. Sin embargo, algo de ese proceso puede ser tomado en cuenta para que la interna peronista no fortalezca uno de los combustibles de Milei: la antipolítica.