Al día siguiente del homicidio de José Luis Cabezas, ARGRA adoptó como eje de su campaña por el esclarecimiento la consigna que resultó ser el eje del reclamo social: No se olviden de Cabezas. El pequeño folleto emblemático llevaba la foto de afiliación de José Luis y, al dorso la explicación del pedido: La impunidad de su crimen será la condena de la Argentina. A 20 años del crimen, la pregunta sobre la impunidad sigue abierta. Pero ya no formulada en términos judiciales, sino también políticos y sociales.
En su momento, la querella de ARGRA, que encabecé, afirmó que el crimen fue organizado desde la impunidad y para demostrar impunidad. La lucha que los trabajadores de prensa, acompañada por vastos sectores, estuvo dirigida a frustrar esa pretensión de los asesinos de mostrarse por encima de la ley.
Un repaso somero al contexto previo al crimen explican en parte la poderosa respuesta que suscitó. La corrupción del menemismo entonces invicto, los indultos a los genocidas y los crímenes impunes del poder (María Soledad Morales, el soldado Carrasco, AMIA) daban un marco de anomia institucional generalizada. La concentración de los medios de prensa iban de la mano del desempleo y la precarización, junto con la banalización y la falta de independencia del periodismo.
El autor intelectual del crimen, Alfredo Yabrán, había acumulado una fortuna tan cuantiosa como opaca, nacida en los años de la dictadura y acrecentada de modo exponencial durante el menemismo. La apresurada y masiva venta de activos días previos a su caída en desgracia y sospechado suicidio alimentaron especulaciones sobre el origen de los fondos que cimentaron esa fortuna, aparentemente volatilizada en parte significativa con esas supuestas ventas.
El asesinato de José Luis se dio en el marco de una campaña de prensa de la editorial Perfil para sacar a la luz a Yabrán y sus negocios, coincidente con denuncias encabezadas por el entonces poderoso Domingo Cavallo. La editorial Perfil destacó en Pinamar a dos periodistas para lograr una primicia fotográfica de un empresario que no dudaba en exhibirse en público rodeado de una cohorte de ex represores, sin instrucciones ni previsiones de seguridad. La investigación posterior demostró que ambos periodistas fueron objeto de un minucioso seguimiento, y que el secuestro y asesinato de José Luis estuvo rodeado de notorias similitudes con el accionar de los grupos de tareas.
Pese a la deliberadamente pésima instrucción del caso, la presión popular exigió y obtuvo la dilucidación del crimen y su condena. No se condenó a ningún inocente, lo que no quiere decir que se haya llevado a juicio a todos los culpables.
Con el mismo apuro, se definió el móvil del crimen con un criterio banal y limitado; se agotó la explicación de la conjura en el accionar de una runfla de barras bravas y policías corruptos de bajo rango, y se cargó en la mochila de Yabrán muerto la explicación sicológica del encargo.
Desde el primer momento del juicio los encausados disfrutaron de todas y cada una de las garantías procesales, y al día siguiente de las condenas, todos accedieron a generosas interpretaciones de sus derechos, vedadas en la práctica a la inmensa mayoría de los condenados.
El resultado final del proceso deja un regusto amargo. La lucha constante logró desarticular una conjura que, en caso de prosperar, hubiera consagrado una mafia de poder inmenso y siniestro. Sin embargo, gran parte del mecanismo del crimen sigue en la sombra, del mismo modo que el poder mismo que lo impulsó.
Y la sociedad argentina todavía se debe una justicia digna, legítima y transparente.