Vivimos tiempos complejos. La sociedad y el país han ingresado en una de las fases más difíciles de esta época de tinieblas, de crisis económica, social y sanitaria. A la derrota política del experimento neoliberal y el arribo de un gobierno que afronta la catástrofe poniendo la vida por encima del mercado, le ha seguido este desborde incontenible de odio y de violencia, atizado por un aparato de agitación y propaganda que alimenta el rencor y el desprecio de las minorías privilegiadas, no sólo hacia el gobierno del Frente de Todos sino hacia una amplia mayoría social que padece la tragedia de la pandemia y el derrumbe generalizado de las economías en todo el mundo.
El poder de veto que ejercen los grandes grupos de poder y de presión se manifiesta no sólo en la economía sino en todos los órdenes de la vida, y de una manera u otra, reaparece una y otra vez el pliego de condiciones impuesto a gobiernos democráticos para coartar su autonomía de decisión. En rigor, lo que está condicionada es la democracia misma, ya que existen poderes que se sienten por encima de ella y que sustentan un acabado programa de gobierno votado por nadie y ajeno por completo a las necesidades e intereses populares.
Ya no cabe duda de que la derecha no está dispuesta a esperar los plazos electorales y apuesta al desencadenamiento de un colapso económico y político que arrastre al gobierno de Alberto Fernández. Con candidez o perversidad, la flamante conductora y heredera de un programa televisivo de entretenimiento se preguntó en voz alta si el Presidente podrá terminar su mandato. Ingenua o no, la frase expresa el vehemente deseo que alienta en el imaginario de sectores económicos y políticos desplazados del poder el pasado 10 de diciembre.
El asedio al nuevo gobierno abarca todos los frentes, pero tiene un núcleo común en el discurso que espolea la desesperación colectiva y el temor al quebranto económico, a las privaciones, a la enfermedad y a la muerte, todo ello achacado al gobierno que ha dispuesto “la cuarentena más larga del mundo”, a la que se acusa de causar más daño que la pandemia misma porque ahoga el comercio y la producción.
Los medios entrevistan a supuestos expertos que diagnostican una pandemia paralela de enfermedades mentales causadas por el distanciamiento, como el decano de la Facultad de Psicología de la UBA, el radical macrista Jorge Biglieri, que en una entrevista publicada por Clarín afirmó que la cuarentena es «lo contrario de lo que deberá suceder en una sociedad republicana» y que “el ideal de la persona sana es aquella que se cuida sola, que no necesita del otro ni del Estado”.
A Biglieri le respondió, entre otros, el Foro de Instituciones de Salud Mental de Buenos Aires, que agrupa numerosos profesionales de diversas disciplinas, quienes afirmaron que “cuestionar el rol del Estado en su función insustituible de cuidar la salud pública en tiempos de pandemia, negando las medidas de aislamiento obligatorio y por ende las posibilidades de contagio, es una irresponsabilidad”. El Foro le asigna a las declaraciones del decano “un sesgo ideológico que se acerca más a una operación política que a un discurso científico”.
Mientras, los economistas pro mercado auguran una catástrofe financiera si se sigue emitiendo dinero para atenuar las necesidades básicas de millones de familias, y si el ministro Guzmán, sindicado como un académico sin estaño, se mantiene empacado en el emblemático valor estimado de 53,50 dólares por bono. Precisamente, un conocido representante del sector, Daniel Artana, brindando una muestra de su saber académico en un programa de televisión afín a su doctrina, anunciaba así el inminente derrumbe de la economía argentina “si seguimos pagándole el IFE a todo el mundo, con Kicillof que efectiviza 15.000 empleados más, con más Vicentin y si seguimos pensando que el capitalismo se acabó como cree el gobierno”.
Espías y periodistas
Cuanto más se develan los mecanismos y circunstancias de la rapiña planificada en la era Macri, como es el caso de las empresas de peajes, y cuanto más se conocen sus siniestros métodos de control político y social, mayor es la virulencia del discurso de los grandes medios de comunicación.
Las revelaciones sobre la utilización de la agencia estatal de inteligencia para espiar a dirigentes de prácticamente todos los ámbitos de la vida pública, ha expuesto a la luz diurna la confabulación de las derechas y sus representaciones políticas con jueces y empresas periodísticas para manipular, mentir y construir una gigantesca operación punitiva y de abolición de las memorias colectivas, no de un gobierno ni de un partido político sino de la historia viva de un pueblo.
Por eso, la abyección de determinados periodistas que se sirvieron de la información obtenida de manera ilegal es apenas la responsabilidad de un grupo de servidores a sueldo de los conglomerados financieros de comunicación, que han hecho del espionaje estatal y paraestatal sus propios órganos de inteligencia, logrando así una extraordinaria capacidad de extorsión a jueces, políticos y empresarios.
En lo más hondo, perviven ahí los contenidos políticos e ideológicos con que La Nación y Clarín saludaron jubilosos el golpe en 1976, cuando se apoderaron violentamente de la empresa Papel Prensa con el apoyo de la Junta de Comandantes. Esa matriz de sangre y represión continúa vigente y se prolonga y renueva en el odio a la democracia, en la misma dimensión en que ella permite el ejercicio de derechos fundamentales por las mayorías populares. La dictadura fue la cuna y el inicio de un proceso de financiarización de la economía nacional, acorde con el nuevo ciclo del capitalismo mundial, que se asentó en la abolición de la resistencia obrera y popular mediante la aplicación despiadada del terror y el genocidio.
Hay un flagrante doble discurso que consiste en condenar la grieta, cuya creación se atribuye a los gobiernos kirchneristas, mientras se convoca al odio y la estigmatización de dirigentes y partidos considerados fuera del orden político que dictan los mercados. El veterano columnista de La Nación Joaquín Morales Solá se refiere así a la vicepresidenta Cristina Fernández: “Una Robespierre sin guillotina. O con una guillotina manipuladora y cruel.” La frase revela la cobardía moral e intelectual de quien la escribe, un periodista que, lejos de alzar su voz contra los crímenes masivos de la dictadura, confraternizaba con uno de sus más inhumanos verdugos, el señor de la muerte tucumano Antonio Domingo Bussi.
La gran prensa trabaja sobre la incertidumbre y el temor que trajo la peste, con una fuerte carga de violencia simbólica que apela a la pulsión social del miedo, uno de los componentes básicos del tipo de subjetividad generada por el capitalismo financiero, tal como lo señala Foucault en Nacimiento de la biopolítica: “El liberalismo participa de un mecanismo en el que tendrá que arbitrar a cada instante la libertad y la seguridad de los individuos alrededor de la noción de peligro”.
En un país donde el terror de Estado está en la base de su constitución como nación, y el terror económico dejó una huella profunda, la función del miedo es exaltar el individualismo y la fragmentación social a expensas de las formas solidarias de convivencia.
El miedo y la incertidumbre son insumos poderosos para la producción del malestar colectivo, por eso, de manera apenas encubierta, los analistas de Clarín y La Nación expresan su deseo, disfrazado de previsión neutral, de que haya estallidos de desobediencia civil al programa de protección sanitaria que es el distanciamiento.