En teoría, si no surge ningún imprevisto, durante la noche de hoy se sabrá el resultado de las elecciones legislativas, las primeras de medio término que enfrenta el gobierno de Cambiemos. La salvedad está hecha. Es lo que debería suceder, elegir parlamentarios, después de un trámite normal. Pero el proceso previo estuvo signado, precisamente, por su anomalía. Los argentinos van a las urnas en un contexto inédito, por lo turbio y contaminado, si se lo compara con los de los últimos años. La sensación es que la flecha está en el arco, que todavía no salió disparada, pero que el destino depende de la voluntad de millones de personas que, por estas horas, deberían decidir sobre un blanco o víctima que los dueños del poder y del dinero ya instalaron a través de la prepotencia de sus medios.
No ha sucedido, no era asunto corriente, por ejemplo, que el principal líder opositor al gobierno fuera a elecciones teniendo prohibida la salida del país. O que participara del escrutinio con sus bienes inhibidos. O que sus hijos atravesaran pleitos judiciales en calidad de encartados.
No era habitual acudir a las urnas con la incógnita hiriente por saber si un joven fue desaparecido y asesinado por fuerzas federales en el marco de una represión ilegal, como ocurre con el caso de Santiago Maldonado. Este estado de perturbación ciudadana no es cosa de todos los días. Pasó ahora y todavía pasa.
Las últimas elecciones con presos políticos u organizaciones políticas criminalizadas fueron en los ’80, a la salida de la dictadura cívico-militar, parte de una pesada herencia de verdad que la transición alfonsinista manejó como pudo, con sus propias insuficiencias. Milagro Sala y los dirigentes de la Tupac Amaru, que sufren prisión «injusta y arbitraria», según la CIDH, pertenecen a la Argentina de hoy, producto de una sed de venganza y revanchismo como no se vivía hace años.
Tampoco es normal que un gobierno pretenda eyectar a una procuradora general, jefa de todos los fiscales, como Alejandra Gils Carbó, mediante un decreto de necesidad y urgencia, después de haber sido elegida por el Parlamento, que legisló de manera tal que ningún gobierno pudiera remover al titular de un órgano extrapoder por simple capricho.
Mucho menos atravesó el país la circunstancia de una elección donde la totalidad del sistema de medios públicos más el 90% de los licenciatarios privados, por convicción o presionados, fueran abiertamente oficialistas y acríticos, laderos oficiosos de la campaña de un gobierno que maneja los tres presupuestos públicos más importantes.
Difícil es hallar en la historia reciente un acto electoral cruzado por amenazas presidenciales hacia personajes disidentes del mundo sindical, empresario, político y cultural, que podrían terminar en un cohete y exiliados en la luna. O en la cárcel, por no adecuarse a las necesidades de la administración de Cambiemos.
Cuesta hallar una campaña parecida a la actual, donde la publicidad de campaña, la presidencial y la de los municipios y gobernaciones oficialistas, contada por sumas millonarias en dólares en diarios, radios, televisión y redes sociales, se confundan al punto de no respetar mínimamente la republicana diferenciación entre cuestiones de índole electoral y asuntos gubernamentales.
En síntesis, la Argentina va a elecciones hoy en un escenario de excepcionalidad pocas veces vista. Con un debate político judicializado, con fuerzas federales acuarteladas, con amenazas de bomba en las escuelas, con presos políticos, con desapariciones seguidas de muertes inexplicadas, con antecedentes de manipulación grosera de los resultados como ocurrió en las PASO, con manifestaciones que terminan con infiltración y violencia, y con un clima enrarecido al punto de que oficialismo y oposición no encarnen diferentes propuestas, como ocurre en todas las democracias del mundo, sino la posibilidad de que uno, el que más poder acumule por el aval electoral recibido en las urnas, para perseguir y encarcelar a su adversario, desalojándolo de la cancha de las instituciones.
El plan de ajuste en marcha, impopular por definición, puede que acceda hoy a un piso de legitimidad electoral que, aunque no sea mayoritario, acelere su aplicación y también sus consecuencias lesivas del empleo, el salario, las jubilaciones, el mercado interno y la industria nacional. No sería la primera vez, ya pasó en los ’90, con los resultados conocidos.
Pero lo más grave no será descubrir que una parte de la sociedad acompaña políticas económicas que se le vuelven en contra con el paso del tiempo, como ocurrió en el pasado no tan remoto, hace apenas 15 años. Hay votantes macristas de hoy que serán los primeros antimacristas de mañana cuando el endeudamiento alegre se acabe.
Lo verdaderamente dramático es el aval que pudiera obtener en el escrutinio un gobierno que entiende que la única oposición legítimamente reconocida es la sumisa, que la meritocracia es la amistad o el parentesco que se tenga con el presidente, que los Derechos Humanos son un simple desvarío ideológico y que las diferencias se saldan por vía de la violencia material o simbólica, como vino ocurriendo desde diciembre de 2015 hasta ahora.
Puede pasar, ya pasó. Por eso, en este preciso instante, la flecha está en el arco. No salió disparada aún y nadie sabe cuál será su blanco final: la utopía de las corporaciones o el corazón del país democrático.
Por la noche lo sabremos. «