El presidente Alberto Fernández está ganándose en el imaginario político argentino la etiqueta del «presidente normal». Y él, sin dudas, trabaja para fomentarla. Se muestra como un político de ideas razonables y espíritu racional, con experiencia en el Estado y la función pública, que no se deja llevar por la tribuna, baja el tono de la disputa y aplica su conocimiento adquirido para enfrentar problemas muy complejos. Y lo hace con contención y prudencia. Otra imagen del Alberto normal es su esfuerzo para salir de la grieta emocional «K vs. antiK», tendiendo puentes a otras veredas políticas, y respetando los compromisos del Estado (desde la deuda, hasta los exfuncionarios kirchneristas presos), guste o no el significado de dichos compromisos. Muestra también actitudes moderadas en materia fiscal, y se presenta como un reivindicador de los emblemas de la república de 1983 (las tradiciones peronista y radical, el recuerdo de Alfonsín, los DD HH). Ese combo, más algunos otros elementos que apenas asoman en sus primeras políticas, a sólo tres meses de su asunción, realizarían la normalidad política albertista.
La idea del «país normal» fue enarbolada por Néstor Kirchner en su campaña electoral de 2003 y se mantuvo en los comienzos de su presidencia. Hasta que fue abandonada por el peso de la conflictiva realidad. El supuesto detrás de este mensaje era la existencia de una sociedad agobiada y exhausta por la crisis que estalló en 2001, y buscaba respiro y estabilidad. En este 2020, la actualización de la modesta utopía de la normalidad sería un profundo deseo de salir de la recesión y la grieta política. Alberto no sólo busca el centro en su acción de gobierno, sino que sugiere que, mientras él esté a cargo, no habrá turbulencias innecesarias provenientes de la política, y eso incluye al propio FdT.
El «gobierno normal», así planteado, luce posible, y pareciera tratarse de una cuestión de técnica política y temperamento. Casi un estilo de liderazgo. El problema, lo que convierte falaz al «gobierno normal», es que lo que subyace a él no lo es. Argentina no está «normal» desde hace mucho tiempo. Por lo tanto, la idea de que «gobernar normalmente» nos va a retornar al «país normal» idealizado nos puede llevar a una frustración. La normalización anhelada requiere otras cosas en el camino.
Tomemos, por caso, la discusión que se desató entre el gobierno y el campo por las retenciones. El ejercicio del «gobierno normal», en un contexto financiero apremiante, sería –aparentemente– una corrección «moderada» en los derechos de exportación que se queda el Estado, para aliviar la situación fiscal nacional aprovechando que la cosecha del campo ha sido espectacular. Pero lo «anormal» subyacente son el descalabro financiero heredado (que Alberto Fernández no creó) y el instrumento. Las retenciones fueron una solución de emergencia ideada hace ya muchos años, que iba a tener un carácter provisorio y aún continúan. De hecho, una gran porción de la recaudación con la que se financia el Estado argentino está atada con alambres: retenciones, impuesto al cheque, «ganancias» para los salarios más altos y otros pseudotributos. Por lo tanto, los gobiernos que administran los esquemas de emergencia, que se prolongan de mandato en mandato, sea para bajar las retenciones (Macri) o para subirlas (Fernández), no están «normalizando» el sistema tributario sino todo lo contrario.
Paradójicamente, la normalización sería una reforma impositiva, que transforme a las torpes retenciones vigentes, que afectan a todo el agro, en un sistema tributario progresivo capaz de gravar correcta y ecuánimemente, y de distinguir entre los diferentes tipos de renta, ganancia y patrimonio de los productores. Una reforma muy compleja, sin dudas riesgosa, que traería mucha discusión, lo que sería considerado imprudente para un gobierno que se impuso la meta inicial de cerrar la renegociación de la deuda antes de embarcarse en cualquier otro asunto. La paradoja es que lo prudente y normal nos lleva a una prolongación de lo «anormal»: un Estado que carece de verdaderos impuestos y, básicamente, cobra lo que puede y como puede.
Ese mismo razonamiento podría aplicarse a muchos otros aspectos de la gobernabilidad argentina: relación fiscal nación – provincias, la economía bimonetaria, el financiamiento educativo, el sistema federal de seguridad y tantos más. Estamos parados sobre muchos parches y retazos, y el gerenciamiento de los mismos solo prolonga la provisoriedad. La figura de Alfonsín, tan reivindicada por los medios en estos días, no provee de buenos ejemplos: el padre de la democracia terminó con una espiral hiperinflacionaria y fue incapaz de reformar los desequilibrios profundos de la economía. Tal vez por eso, en su discurso de apertura de las sesiones extraordinarias, Alberto Fernández terminó nombrando a Perón: la normalización requiere, también, de cierta audacia. «