El Caburé fue fundada en el año 2015 por Benjamín Antonio, agrónomo y asesor agropecuario. “Fue un momento en que hice un clic, abandoné una empresa en la que trabajaba y decidí dejar de seguir la tendencia, que era la siembra directa, el glifosato, la tecnología de insumos, pasar a la tecnología de procesos y empezar a trabajar más fuerte para que la comunidad técnica entienda que la agricultura viene desde el suelo y no desde los bidones”, le dice a Tiempo Rural.

Hoy El Caburé es un referente a nivel nacional en insumos biológicos. La empresa familiar comenzó a formar técnicos y elaborar un sistema de comercialización a través de nodos o “caburitos” en las provincias de Córdoba y Santa Fe. “La gente nos sigue, confía en nosotros. Representamos a varias empresas, probamos, y cuando vemos que un producto anda, hacemos la comercialización”, aclara. De todas maneras, confiesa: “Eso nos da un ingreso, porque de algo hay que vivir. Pero lo que más nos gusta es trabajar en cambiar la concepción de la agricultura. Empezar a entender que el suelo es como el estómago de una persona, que tiene una biota, que la debemos cuidar para procesar alimentos y generar resultados. En el caso del humano cuidamos el estómago, en el caso de la agricultura, el suelo, que son nuestras cosechas, que es el alimento. Ambos complejos de vida están vinculados”.

Un cambio de conciencia

La producción de bioinsumos creció en paralelo al reconocimiento de las falencias del modelo de agrotóxicos que fue implantado en la Argentina a partir de la década de 1990. El agronegocio, tan reciente como hegemónico, cuenta con apoyo del Estado, la ciencia y los medios masivos de comunicación. Sin embargo, de a poco, las fallas del sistema de químicos comienzan a abrir paso a los bioinsumos que, de una propuesta idealista y ecológica, pasó a ser una opción económica y empresarial para muchas familias y organizaciones.

“En la calle nos vamos encontrando con técnicos de empresas que están empezando a formarse y que, por lo menos cuando le nombramos un hongo que se llama Trichoderma, ya no nos miran con cara de ´¿qué?´”, cuenta Antonio. “Creo que el camino se va a ir allanando a que se haga una agricultura más sana, un alimento más sano, con un productor que trabaja en un ambiente más sano, con un empleado que no maneja productos tóxicos, con un suelo que no se degrada, sino que es alimentado. Dijimos: vamos a hacer una agricultura distinta porque queremos pensar que somos responsables de lo que el día de mañana van a comer nuestros hijos, las generaciones que vengan”, se esperanza.

“El mercado biológico creció muchísimo en los últimos años”, asegura Antonio, “no porque quisieran que creciera, sino porque se dieron cuenta que los otros productos no generaban resultados, y por ende la situación de confort en la que vivía el productor extensivo, que con dos o tres bidones de agroquímicos y mucha guita podía salir a sembrar y a cosechar, se le empezó a complicar. Las empresas proveedoras de insumos químicos empezaron a tomar parte del negocio y apropiarse de la renta. Cuando les tocan el bolsillo a los ´gringos´, como decimos nosotros, bueno, empezaron a preguntarse: ¿no lo podremos hacer de otra forma? Todavía no está la convicción naturalizada del cambio cultural en el proceso, sino que está empezando desde el bolsillo”.

La amenaza del mercado

Si bien el mercado de bioinsumos es marginal, viene creciendo a grandes pasos. Eso empezó a llamar la atención de las multinacionales. Cuenta Antonio: “Antes te vendían una semilla, vos la comprabas, la sembrabas, la cosechabas y la volvías a sembrar, porque era tuya. Pero de repente vino una empresa como Bioseres, o Don Mario, y dijo: vos sabés que le puse un gen a esa semilla y si vos querés sembrar la vas a tener que pagar mucho más cara”.

“La tecnología biológica era muy difícil de ser apropiada. Vos podías desarrollar un insumo biológico, pero la bacteria o el microorganismo que usabas, si te lo descubría otro laboratorio, te lo podía multiplicar. Una empresa como Bayer no iba a desarrollar algo que cualquiera se lo pudiera copiar en cualquier momento. Entonces no avanzaban, no ponían capital en ese desarrollo, hasta que llegó la transgénesis también a los microorganismos”, explica el fundador de El Caburé.

Por eso, Antonio advierte: “Ahora, el registro de microorganismos genéticamente modificados está repitiendo el modelo que se hizo con la soja: una empresa puede apropiarse de un bien público, que es una bacteria, un hongo, lo que fuere, que está en la naturaleza. Las grandes multinacionales proveedoras de insumos químicos vieron que no lograban respuestas contundentes con los insumos que vendían, entonces empezaron a ver que en el mundo había una tecnología biológica que venía creciendo, que se venía desarrollando y que era posible”, cuenta.

Con respecto a la participación del Estado, Antonio aclara: “Tardó mucho en adaptarse a los insumos biológicos. El Senasa se modernizó, se acomodó, o lo acomodaron a cachetazos. Ahora ya hay leyes y registros. Estamos avanzados, pero muy lejos de Europa o Brasil”. Respecto al papel de la ciencia y las universidades, recuerda: “La academia, durante muchos años, fue presa de las multinacionales. Un ingeniero agrónomo, cuando se recibía, sabía más de la marca de un agroquímico que de la planta que tenía que cultivar. Había poca formación biológica. Ahora están volviendo a hacer algo de biología o microbiología. Y están también las cátedras libres de agroecología, que es otra mirada, porque tienen una pata política y social, además de la pata técnica”, valora.