El blooper protagonizado en un programa de televisión por el jefe del bloque del PRO en Diputados, Nicolás Massot, tuvo una amplia repercusión y fue motivo de burla en los medios y en las redes sociales. 

El acento se colocó en la afirmación de que en algún momento va a volver el peronismo o en el tono burlón que invadió a la mesa cuando afirmó que los radicales “están gobernando ahora”. Y por supuesto, en el presunto desconocimiento de que toda la charla era parte del aire. 

Sin embargo, hubo una definición en sus declaraciones que no estuvo lo suficientemente subrayada: Massot sentenció que “va a volver un peronismo y va a ser la continuación de lo grueso que hizo Cambiemos”.

Allí reside uno de los dilemas de la oposición en general y del peronismo en particular. Quizá para las elites dirigentes de ese universo, ni siquiera sea un dilema. Pero sí, seguramente lo es para muchos de los que se referenciaron especialmente en el kirchnerismo. 

La consigna que se viene intentando instalar como nuevo sentido común político entre todos aquellos que se oponen al proyecto cambiemita puede sintetizarse en “cualquiera menos Macri” o la unidad a cualquier precio. 

Una especie de maoísmo degradado donde los enemigos principales pasan al estadío de secundarios en un abrir y cerrar de ojos y los más mayores de los males se transforman en inofensivos males menores cuya importancia tiende a cero en la nueva estrategia que se modifica minuto a minuto. 

Pero resulta que entre los “unificables” están Juan Manuel Urtubey o Miguel Pichetto, ese raro espécimen criollo que brega por un “centro nacional” desde el extremo derecho de su pantalla. Si esa unidad no se produce no es porque no existan aspirantes a sumarlos, sino porque ellos no se dejan unificar. Ese llamado peronismo “de los gobernadores” es conservador por naturaleza y entre las “utopías” políticas y la billetera de la Casa Rosada, siempre renguea indefectiblemente para el mismo lado. 

Más cercano en el tiempo y en el espacio está Sergio Massa y el massismo residual de la provincia de Buenos Aires que empieza a encontrar un lugar bajo el sol del PJ bonaerense e incluso algunas posiciones en su mesa de conducción, previa modificación de la Carta Orgánica que abrió nuevamente las puertas a los que se fueron al grito rabioso de “nunca más”. 

En los dos años de gobierno de Cambiemos es difícil encontrar alguien que haya aportado más trabajosa y voluntariamente a la gobernabilidad de Macri que el exintendente de Tigre. 

Aquellos que creyeron genuinamente en las narrativas épicas cuando se intentaba contener al país contencioso que había estallado en el 2001, según esta perspectiva, deberían resignar el grueso de sus aspiraciones hacia un mezquino horizonte reducido al álgebra del mal menor. Como si la experiencia histórica nacional o universal no hubiese dado sobradas muestras de que en la inmensa mayoría de los casos el mal menor es el camino más rápido hacia el mal mayor.

La predicción de Massot parecería confirmar una especie de astucia de la razón de la historia argentina. Encerrada en un círculo vicioso en el cual con métodos y orientaciones distintas se alternan las formaciones políticas tradicionales para administrar una larga decadencia: la dictadura aplicó un plan salvaje y Alfonsín llevó adelante un proyecto “socialdemócrata” pero con la invariante de la estructura de país que dejaron los militares; Menem continuó y profundizó la obra de la dictadura y dio vuelta la nación como una media bajo el programa neoliberal y el kirchnerismo llevó adelante un proyecto “reformista” sin llegar a alterar estructuras esenciales del país legado por el menemato. Ahora Macri, con mayor o menor gradualismo, se propone romper todo y hacer descender unos cuántos escalones más en sus estándares de vida a la golpeada sociedad argentina. El punto es si la máxima aspiración a la que condena cierta realpolitik se reduce a un proyecto que administrará la tierra arrasada, con “la continuidad de lo grueso que hizo Cambiemos”.

Una gran parte de la crítica o autocrítica que circula en los debates sobre qué pasó y sobre qué es esto, acentúa no el hecho de la moderación, sino una presunta radicalidad excesiva; no que hubo escasa pelea con los poderes reales, sino que se distanciaron demasiado. En última instancia, que habría que parecerse más y aprender de los métodos y la eficacia de la derecha inteligente. Esta lectura opera como fundamentación teórica y como justificación para un recorte en las aspiraciones. Ser realistas y fabricar a priori los límites de lo imposible. En la clásica definición de la política como “arte de lo posible”, como alguna vez afirmó Eduardo Grüner, llaman a poner siempre todo el empeño en lo posible y nunca en el arte.

Este giro en el discurso político del arco opositor pretende condenar a quienes buscan enfrentar consecuentemente al Gobierno, a convertirse en simples sostenedores y constructores más o menos conscientes de proyectos políticos que a lo sumo hagan “control de daños”.

La poco inocente profecía de Massot dejó traslucir toda una estrategia política. La apuesta a la construcción de una oposición a su majestad (si tiene cobertura por izquierda, mejor), a la medida de Macri, es decir, a su imagen y semejanza. «