La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner ha definido el atentado del que fue víctima como una ruptura del pacto democrático que la sociedad civil internalizó tras la caída de la última dictadura, interpretación compartida por numerosas figuras públicas. La extensión material, política e ideológica de la conjura de los frustrados asesinos refuerza el aserto de la vicepresidenta, ya que el crimen se aleja cada vez más de lo que la gran prensa y los dirigentes de la oposición han querido mostrar como un acontecimiento, es decir, un hecho fortuito y sin antecedentes causales, que en palabras del filósofo Alain Badiou “es lo imprevisible, lo que no puede de ninguna manera insertarse o derivarse de un orden ya existente y no un elemento del conjunto de elementos que conforman una situación determinada”.
Pese a la morosidad con que avanzaron las investigaciones de la justicia, las conexiones de los complotados permiten vislumbrar la existencia de una concurrencia política que acogió el plan criminal, más allá de su autoría material. Y más atrás de sus antecedentes inmediatos, es imposible no ver al crimen como una deriva de la campaña de odio, miedo y estigmatización que vienen perpetrando las derechas contra el peronismo, y a su través contra el movimiento obrero y popular.
Desde el centro de la crispada estela del atentado, CFK reiteró su llamamiento al diálogo y a la construcción de consensos, algo que ya había propuesto reiteradamente a propósito de la larga crisis económica y social que acongoja a la Argentina. Como todos saben, las respuestas de una amplia mayoría de los partidos de oposición ha sido el rechazo, expresado de una manera u otra por los principales dirigentes de Juntos por el Cambio, hoy entreverados en una disputa interna por las candidaturas electorales, cuyo principal objetivo en esta etapa sería consolidar el apoyo de las facciones más autoritarias y violentas de los tres partidos que integran la coalición.
La pregunta que surge entonces es en qué fuerzas políticas y sociales, en qué plataforma o programa común podría anclar una propuesta de pacto democrático. Cómo, en fin, hacer viable una zona de disuasión y temperancia capaz de moderar la violencia simbólica y material con que las clases propietarias, sus representantes y voceros, garantizan su dominación.
Es posible inferir que en CFK y en la mayoría del peronismo gobernante alienta la convicción o la esperanza de que en la coalición de derecha aún hay reservas democráticas, o por lo menos de racionalidad y sensatez, especialmente en el radicalismo. Se intuye más de lo que se sabe que al interior de la UCR no hay unanimidad en aprobar la derechización violenta que, con escasísimas, excepciones, alientan las cúpulas de la coalición.
Por otro lado, en la apelación al diálogo de CFK y el Frente de Todos subyace un residuo del bipartidismo, que los jefes del PRO desprecian, representado simbólicamente por la memoria de Raúl Alfonsín y su apego tenaz a la institucionalidad democrática aún en las peores circunstancias. Como buen radical, Alfonsín confiaba más en la burocracia de los partidos políticos que en la fuerza que emana de las masas movilizadas, de cuyo desorden recelaba.
Hoy los jefes radicales de Juntos por el Cambio ni siquiera se detienen ante los límites que impone la democracia liberal. La derrota interna del alfonsinismo y sus ideas, y más tarde el trágico final de la administración de Fernando de la Rúa, aceleraron el tránsito radical hacia el neoliberalismo más inhumano, lo que fue crucial para que las derechas, incluido el beligerante segmento de procesistas que conspiró contra Alfonsín, se organizaran en una alianza electoralmente exitosa.
En una columna que publicó Tiempo Argentino el 22/9/22 con el título Pandemia: la voracidad sin límites del poder económico quedó al desnudo, recordé que Guillermo O’Donnell atribuía la recurrencia cíclica a gobiernos autoritarios en la Argentina a un rasgo definitorio de sus clases dominantes: su negativa radical a aceptar un pacto de gobernabilidad democrática basado en una distribución más equitativa de la riqueza. Cité entonces una entrevista de Horacio Verbitsky para El Historiador (1/5/2014) en la que O’Donnell afirmaba: “El origen de muchas de las cosas que ocurren hoy está en la combinación entre ese Estado asesino (la dictadura militar) y los estertores de una oligarquía que llevaba cuarenta años queriendo vengarse de ese pueblo indisciplinado. Como economista, Martínez de Hoz demostró su abismal ineptitud, pero en su venganza social ha sido un gran triunfador, en el sentido de desindustrializar, de dispersar a la clase obrera lejos del peligroso cinturón que produjo el 17 de octubre, atomizarla, matar a algunos dirigentes sindicales, sobornar a otros.”.
Entonces, la propuesta de renovación del pacto democrático tiene ante sí un difícil desafío, que es aislar el núcleo de muerte que lidera a Juntos por el Cambio y por detrás suyo a la gran burguesía financiera y agroexportadora, que no están dispuestos a acordar nada que no sea la profundización de las reformas estructurales y del modelo neoliberal que quedaron pendientes desde los gobiernos de Menem y de Macri.
La política siempre tiene respuestas a las situaciones límites, por lo menos hasta un minuto antes de la batalla. Es lo que legitima los intentos de pacificación, por precarios y provisorios que fueren sus logros. Pero es preciso tener claro que la defensa del salario, de los derechos sociales, del patrimonio común y de la naturaleza no pueden ser materia de negociación en ningún pacto que se pretenda democrático.