En política siempre resulta importante definir al adversario. No se trata de forzarlo, de que sea imaginario, sino de poder distinguirlo, de saber quién es, a qué apunta, cuáles son las armas que utiliza. Esta palabra (armas) esta puesta porque resulta gráfica. No se trata de darle un sentido bélico a la disputa política. Mientras se haga dentro de la democracia, incluso llevando al límite las fronteras del estado de derecho, como hizo Macri, no puede hablarse de una ruptura de la democracia ni describir de modo belicista la disputa. Es sólo un recurso para ilustrar.
El punto es que luego de las primeras dos semanas de aislamiento social obligatorio, en las que hubo un consenso casi unánime respecto de la forma en que el presidente Alberto Fernández decidió enfrentar la pandemia de coronavirus, la derecha, es decir, los sectores corporativos cuya voz principal son los grandes medios y también amplias franjas de la población atravesadas por un antiperonismo visceral, todos estos sectores, comenzaron a cuestionar al gobierno del Frente de Todos con una serie de argumentos. Si se miran los pilares, los vectores discursivos, son los mismos de siempre.
Lo primero fue pedir que “los políticos” se bajen los salarios, con la vieja idea instalada de que el sector público es una bolsa de ñoquis. En rigor, era una forma atacar al Frente de Todos por la iniciativa del impuesto a las grandes fortunas. Los dueños de los grandes medios juegan incluso un partido personal en esto porque la mayoría de ellos estarían alcanzados por la medida. Este argumento tuvo su efectividad pero se agotó relativamente rápido. Los salarios de los funcionarios públicos en Argentina, con excepción de los jueces y el servicio diplomático, están muy lejos de resultar obscenos. Y esa falta de obscenidad, aunque estén muy por encima de una jubilación mínima, por ejemplo, no permite sostener el cuestionamiento en el tiempo. El argumento choca además con las 106 familias argentinas que concentran 28.500 millones de dólares, la mayoría de ellos en el exterior, según los últimos datos conocidos del Boston Consulting Group (BCG). Esas sí son obscenidades si las hay.
Pero en la galera de la derecha los ejes temáticos son casi siempre los mismos y hay uno que es infalible y resulta mucho más fácil sostener en el tiempo: la inseguridad. Vieja e implacable herramienta, planteando siempre que un gobierno popular o progresista permite “el descontrol de la delincuencia”. Esto es algo que nunca se corrobora con la realidad, en las cifras del delito, pero eso a quién le importa. Lo central siempre es lo que se cree y no lo que es.
En esa hendija de la inseguridad se metió la decisión del poder judicial de descomprimir dentro de lo posible el hacinamiento en las cárceles, otorgando arresto domiciliario a detenidos que sean parte de los grupos de riesgo del Covid 19. Es algo que se está haciendo en todos los países. Ocurre incluso en países gobernados por presidente de derecha extrema, como Jair Bolsonario. En Brasil la justicia liberó 30 mil presos desde que la pandemia llegó a las playas de Río. Comparados con los 1700 que hasta ahora consiguieron algún tipo de morigeración de las condiciones de detención en la Argentina, lo de Brasil es un aquelarre, un viva la pepa, y tantos otros lugares comunes que son ciertamente tan efectivos. Pero eso a quién le importa. De lo que se trata es de reeditar al caballito de batalla, al de siempre, el que tantas veces ha resultado.