Al contrario de lo que muchos podrían creer, el secuestro, la tortura y el asesinato no son sólo «cosas de hombres». En América Latina, la Argentina y Chile son prueba de ello. Antes y durante los regímenes militares de Augusto Pinochet y de las juntas, numerosas mujeres actuaron dentro de las fuerzas armadas y de seguridad o alrededor de ellas, y cumplieron tareas en la represión, que no siempre fueron secundarias o de mero apoyo.
En Chile, aunque muchas fueron procesadas, en la actualidad solamente una cumple prisión efectiva de diez años. En la Argentina, entre 2006 y 2017, cuatro policías, una funcionaria del Servicio Penitenciario y 23 civiles fueron juzgadas. De ellas, dos fueron absueltas. En su mayoría, las que fueron encontradas culpables recibieron sentencias que no superan los seis años, por los delitos de apropiación de bebés o alteración de documentos públicos. Las excepciones son María Eva Aebi, policía y carcelera santafesina condenada a 24 años de prisión, y la protagonista de este libro, Mirta Graciela Antón, «la Cuca», policía cordobesa sentenciada a cumplir cadena perpetua por 16 hechos de privación ilegítima de la libertad; 21 hechos de imposición de tormentos; un homicidio doblemente calificado por alevosía; once homicidios doblemente calificados por alevosía y por el concurso de una pluralidad de partícipes; cinco desapariciones forzadas agravadas por resultar la muerte de la víctima, y seis abusos deshonestos.
El 25 de agosto de 2016, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de Córdoba dictó el veredicto final en el juicio por crímenes de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de detención de La Perla, La Ribera y el D2. En las inmediaciones, una multitud que ocupaba varias cuadras acompañó con aplausos y cánticos cada condena. Una de las más festejadas fue la de prisión perpetua para Mirta Graciela Antón.
Policía, hija de policía, esposa de policía, hermana, madre y tía de policías, la Cuca es la primera mujer en América Latina en recibir una condena a prisión perpetua por sus actuaciones en el laberíntico Departamento de Informaciones de la Policía de Córdoba, el D2, donde se incorporó en 1974, con 20 años de edad.
Después de tres años, ocho meses y 20 días, el tiempo que duró el juicio Menéndez III —el más prolongado en Córdoba y uno de los más largos del país—, cuando las condenas estaban cerca y varios represores habían aceptado recibir a periodistas, decidí entrevistarla.
El primer intento fracasó. Tanto tiempo de espera invertido en buscar casos similares, leer expedientes, indagar en archivos, había sido inútil… Sin embargo, poco después, tal vez debido a la proximidad de las condenas, accedió a un encuentro.
Nos saludamos por primera vez el 11 de agosto de 2016, momentos antes de que expresara, desde la segunda fila de una sala de audiencias en la que se destacaban los claveles rojos y las fotos de desaparecidos en el pecho de los familiares de las víctimas: «Me declaro total y absolutamente inocente de todo». Era un día especial, porque los acusados podían hacer uso de su derecho a dirigirse al tribunal, y por eso el primer acercamiento fue breve. Acordamos continuar nuestros encuentros en la cárcel.
Ingresar en el Establecimiento Penitenciario para Mujeres no fue sencillo: siete días de trámites, acompañados de pedidos de ayuda a personas allegadas y a contactos en el penal de Bouwer, permitieron que el lunes 19 de septiembre de 2016 yo ingresara allí por primera vez. Desde entonces y hasta fines de octubre de ese año, me reuní cinco veces con Antón, a solas, en una habitación amoblada con una mesa y dos sillas.
Mientras yo sólo podía disolverme en la mirada, escucharla y registrar lo que ella decía y algo del entorno, la Cuca me habló de su vida, de sus inquietudes, de la injusticia que se cometía con ella. Me dijo que hablaba con la pared, que no podía juntarse con otras presas por seguridad y que sufría ataques de pánico. Según sus palabras: «Voy de una cama a una silla y de una silla a una cama; ni un perro soportaría esto». Es lo que designa como «una cárcel dentro de otra cárcel», metáfora de la soledad absoluta, de un silencio insoportable.
Su relato y el de sus víctimas aportan luz acerca de quién fue —quién es— Mirta Graciela Antón. «