La aciaga conjunción de la grieta y la pandemia ha prohijado dos sociedades en un mismo país. Una, minoritaria y encerrada en un castillo de miedo y rencor que se legitima en la condena a los otros, los ajenos, los no dignos. La otra, sostenida por un sentimiento colectivo de protección y cuidado mutuo, que ha mostrado una silenciosa capacidad de adaptación a las restricciones de vida, un colectivo forjado en la adversidad y que en medio del infortunio teje solidaridades y saca de sí lo mejor que una sociedad puede alumbrar en situaciones extremas.
En el medio, otra porción, aterida por la incertidumbre, que vacila entre la solidaridad y la ilusión de que es posible vivir en una normalidad que ignore la pandemia y las limitaciones que ella impone. Esto es, que omita o, al menos, invisibilice la enfermedad y la muerte. Y por encima de todo, la maquinaria de producción de malestar colectivo e individual que conforman los medios de comunicación dominantes, que cínicamente abominan de la grieta mientras convocan a la fractura social y al antagonismo político, intelectual y moral.
La gestión de la pandemia exige un comportamiento social templado y solidario que los grandes medios de prensa se empeñan en erosionar a toda hora, agitando el malestar colectivo, exacerbando el temor y la desesperanza, alentando la desobediencia a la normativa común de cuidado mutuo. La coalición de hecho que conforman los grandes grupos económicos, la oposición política de la derecha y su comando mediático, vienen desplegado una estrategia de desestabilización que consiste en minar la capacidad de gobierno en todos los frentes, pero particularmente en el flanco más sensible y amenazante, que es la protección de la vida de todos y todas.
¿Qué tienen en común la revuelta policial bonaerense, la reforma judicial, la pausa en la experimentación de la vacuna de Oxford, la crisis económica; en fin, el crecimiento exponencial de los contagios y decesos causados por el coronavirus? Que esos hechos y procesos, y otros que trascienden a la esfera pública, son capturados por los multimedios para presentarlos como un producto de la perversidad o, por lo menos, de la culpa del gobierno del Frente de Todos, del presidente Alberto Fernández, de su vice, Cristina Fernández de Kirchner, o de La Cámpora. Con ello alimentan la repulsión de una fracción política y social minoritaria hacia el resto de la comunidad, que es la forma exacerbada que adquieren los conflictos de clase, de género, étnicos y de cualquier otra diversidad conflictiva con el capital en la era del neoliberalismo.
Uno de los tópicos centrales de la conspiración destituyente es la denuncia de una irreconciliable confrontación de CFK con Alberto Fernández para arrebatarle el poder al Presidente. Ella es una de las figuras públicas que más ha sido victimizada por su condición de mujer unida a sus capacidades intelectuales y políticas, que la colocan en la picota de todos los prejuicios de género. Ella no habla, vocifera; no piensa, maquina, y como escribió la cronista de La Nación acreditada en el Senado, tiene una temible “capacidad de daño”.
Un tosco columnista de La Nación, que día tras día fabula el avance implacable de la vicepresidenta y La Cámpora sobre Alberto Fernández, tituló así hace unos días su panfleto diario: “Cristina Kirchner ya controla el Gobierno y el Congreso, y ahora va por la Corte”. Para otro destacado escribiente del mismo diario, Jorge Liotti, la vicepresidente todavía no habría alcanzado su objetivo, y en un texto increíblemente prejuicioso, que cobardemente atribuye a “funcionarios muy cercanos al Presidente”, afirma lo siguiente: «Cristina es un ser humano que sufrió situaciones de mucha presión, es una persona que está sola; que está acostumbrada al poder pero que hoy no tiene la botonera a mano. Es una persona herida, que reacciona emocionalmente».
Prejuicio y discriminación
La apelación a los peores prejuicios de género sirve a la psicologización del personaje que se quiere denigrar y descalificar. CFK es mujer, por lo tanto es fácil atribuirle otros rasgos de carácter que el estereotipo machista atribuye a su sexo, desde una intrínseca malicia hasta un talante caprichoso y arrebatado, una personalidad gobernada por impulsos básicos y hasta primitivos.
Este discurso es seguido y amplificado por figuras de la oposición política, de la intelectualidad y hasta del espectáculo que abominan del gobierno del Frente de Todos. Y no solo los hombres: basta leer los exabruptos diarios de Elisa Carrió y su grupo de damas que jamás oyeron hablar del bello concepto de sororidad, o bien recordar la increíble propuesta de Margarita Stolbizer, que cuando murió Néstor Kirchner se pronunció por una fórmula de cogobierno, ya que descontaba que CFK no podría gobernar sin su marido.
Yendo más lejos, algunos diarios locales celebraron un artículo del periódico conservador británico The Economist, que opinaba que «Alberto manejó la deuda maravillosamente pero tiene que domar a Cristina Kirchner”. Hasta un notable académico y economista radical, Pablo Gerchunoff, escribió en la revista Nueva Sociedad (Junio 2020) que “es atractivo presentar la división de tareas (de Aberto Fernández) con la vicepresidenta Cristina Fernández como un choque entre la «razón» de él y la «naturaleza irreprimible» de ella”. Perversamente, Gerchunoff compara a CFK y al Presidente con el alacrán y la rana de la célebre fábula.
La segregación como método para implantar el prejuicio rebasa con exceso los límites de la ética periodística. Axel Kiciloff, descendiente de emigrantes judíos ucranianos, ha sido víctima de los peores estereotipos. Un botón de muestra: Claudio Jaquelin, uno de los columnistas de La Nación que presume de hombre ilustrado, al referirse al plan de seguridad bonaerense que anunció el Presidente lo llamó “el plan que algunos mordaces críticos del gobernador bautizaron «Rescatando al niño soviético»”. Otra vez la cita anónima para disimular la denigración personal como sustituto del debate político.
Al mismo tiempo, semejante transformación de los medios de prensa en aparatos de agitación y propaganda ha generado un notable empobrecimiento del lenguaje y la mediocrización del pensamiento político y de la capacidad de análisis de los columnistas de los grandes diarios. Si, como se ha dicho, la primera víctima de una guerra es la verdad, el capital financiero mundializado ha logrado que todo conflicto político y social que afecta la ganancia sea un campo de batalla, en cuyo contexto los medios de prensa y sus columnistas son verdaderos corresponsales de guerra que apelan a todos los recursos de la comunicación social para instalar el miedo y el odio como herramientas de poder.
Hoy los conglomerados de comunicación están fuertemente vinculados al modelo de acumulación financiera y son poderosos factores de poder y de presión gracias a la expansión tecnológica y la concentración monopólica. Todo ello les permite una privilegiada capacidad de emisión de propaganda político-ideológica en la disputa por la hegemonía cultural y la tutela del poder político, acentuando su papel de grandes electores. La universalización de intereses de clase y la naturalización de discursos y mensajes que relativizan derechos sociales constituyen, más que nunca, un verdadero modus operandi de los grandes medios.
A propósito de la aprobación parlamentaria en 2009 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, luego desmantelada por un decreto de Mauricio Macri, Armando Vidal, respetado periodista que trabajó más 40 años en Clarín, en cuya redacción ocupó cargos relevantes, describe así los cambios operados en ese diario: “El desenlace en el Senado en torno de la ley de medios audiovisuales ha sido sólo un impacto al holding nacido en el amanecer del gobierno de Carlos Menem de la mano de su creador, Magnetto, hombre inteligente y batallador, que primero (1982) echó a los desarrollistas que trabajaban en Clarín y después a sus ideas cuando en 1990 tomó el pleno control de la redacción y profundizó la construcción de lo que luego se llamaría Grupo Clarín.” Y agrega: “Tamaña dimensión de sus alcances sólo para manejar con sentido comercial aquello que podría resumir como muestra el caño de Tinelli, supera incluso la dimensión de la idea de que un gran medio es un socio inescrupuloso del poder, según viejas palabras de Noam Chomsky.”